Rodrigo Aguado Tuduri
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Venido a menos

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Caminó atravesando las calles del Barrio de Salamanca que tan bien conocía. Si cerraba los ojos, podría torcer en el preciso instante en que la manzana terminaba, bordear la farola, detenerse ante el paso de peatones e intentar cruzarlo. Su mente burlona apostaba a que, pasados otros diez años, podría incluso calcular el tráfico y llegar hasta la otra acera en el preciso instante en que ningún coche se interpusiese.
 
Observó sus “Castellanos” brillantes y arrugados por el uso, las suelas recién cambiadas le hacían resbalar en tapas de las alcantarillas aún mojadas por la lluvia. Intentó calcular los años que tendrían. Eran antiguos como toda su ropa, de hecho, si lo pensaba bien, hacía mucho tiempo que no compraba nada nuevo. ¿Para qué?, las épocas de consejos de administración, reuniones, celebraciones y  agitada agenda social habían pasado a mejor vida. Y no había motivo para incurrir en aquellos gastos, teniendo sus armarios llenos de ropa que apenas utilizaba, en una casa demasiado grande para una persona y con demasiados impedimentos para desprenderse de ella.
 
Al entrar en la farmacia observó el rostro de desagrado de una señora mayor. En la mirada de Doña Adela se concentraba todo el aceitoso cambio de actitud de alguien que, años atrás, había cruzado la acera para saludarle y que ahora, se alejaba con la velocidad y a la distancia que sólo los ojos pueden conseguir. Apenas se inmutó, tampoco quiso defenderse del ataque visual. Aguardó su turno e ignoró la despectiva despedida que aquella antigua amiga de su madre quiso dedicarle con una mueca de desprecio.
 
Armado con el periódico deportivo y su provisión de pastillas para dormir del mes, se dirigió a casa. Pasó delante de la taberna a la que acudía a última hora de la tarde. La única que, cerca de su casa, había permanecido inalterable ante los nuevos restaurantes, tiendas de más o menos lujo, y pequeños supermercados que abastecían a aquella zona del barrio. Echó un vistazo a su interior y reconoció algunas caras. Tuvo la tentación de entrar y tomarse unos vinos, pero no debía ni podía permitirse aquellos dispendios. Sus gastos estaban calculados hasta el último céntimo y hasta final de mes no se permitía ninguna derivación no presupuestada. Reminiscencias de su época financiera… De aquella época en que las desviaciones se contaban por miles y miles de pesetas.
 
El frenazo del ascensor al llegar a su piso, cortó la propia observación de su rostro. Aún no tenía sesenta años, pero se encontró viejo, cansado, con un gesto actual y reconocible, pero lejano del que fue en otro tiempo. El que pertenecía a un hombre distinto. Uno que había vivido en su recuerdo, pero que nada tenía que ver con el protagonista de la vida gris y anodina en la que transcurrían ahora sus días.
Entró por la puerta de servicio, como siempre. Dejó el periódico sobre la mesa de la cocina y se dirigió al antiguo cuarto de la asistenta, el que ahora era el suyo, para dejar sobre la mesilla las píldoras. El costo de la calefacción y recuerdos a los que no podía ni quería enfrentarse, le habían hecho renunciar a las habitaciones y estancias principales y resguardarse en el lugar que antes ocupaban asistentas y cocineras. Vivía más cómodo así, y no había nadie que pusiese el grito en el cielo por tamaño desatino. Y aunque él mismo en ocasiones se había burlado de su propia decisión, su rutina de los últimos años le había hecho inmune a hechos que en otras épocas hubiesen sido impensables.
 
Con mano temblorosa abrió la cerveza mientras el puchero calentaba la lata de comida pre-cocinada. Comenzó la lectura del periódico desde el final, deteniéndose en la programación de la televisión. Buscando entre los listados de cada cadena, las películas que emitirían. Encontró una comedia que había visto en innumerables ocasiones y de la que recordó sus escenas favoritas. Era la elección perfecta para poder adormilarse y seguir la historia cuando volviese a ser consciente. Siguió pasando hojas memorizando los horarios de los partidos de fútbol de primera y segunda división. Escuchó la ebullición de la lata al tiempo que un agradable aroma invadía toda la cocina. Frente a la pantalla dio buena cuenta de aquel guiso, y se dejó llevar al estado de somnolencia en el que nada ocurría mientras el tiempo transcurría. La luz de la media tarde huyó por la ventana del patio interior, y se dejó llevar releyendo una novela de carísima encuadernación. A la hora precisa encendió la radio y con tabla clasificatoria de ambas divisiones fue modificando las posiciones de los equipos a tenor de los resultados que se iban produciendo.
 
Consciente de que la hora había llegado, se levantó y buscó en su cartera el dinero suficiente para bajar a la taberna. A esa hora aún no habría mucha gente y podría ocupar el solitario rincón de una mesa, al tiempo que bebía, observaba y escuchaba conversaciones de parroquianos que conocía y que en ocasiones le dirigían algunas preguntas que contestaba con escuetos monosílabos.

Las imágenes comenzaron a confundirse en su cabeza. Los recuerdos de su otra vida se mezclaban con las escenas que vivía en aquel preciso instante. Nada tenían en común, pero tras cada risa del presente, se abría una burla del pasado. De ese pasado que le recordaba su descenso a los infiernos. Una caída producida lenta e inexorable, pero que podía rememorar con total precisión.
 
Era capaz de situar su cumbre vital. Alzando los ojos podía contemplarse brillante, orgulloso, inalcanzable.
 
Había salido de aquella reunión seguro de su victoria. Su decisión comportaba riesgos, pero en aquel nivel empresarial, ¿qué no los tenía? La distancia entre el éxito y el fracaso era tan nimia, que sólo los elegidos se atrevían a calibrarla y actuar en consecuencia. Él lo hizo, y, con la falta de precaución del soberbio, rechazó la propuesta y decidió atacar a aquellos que le proponían la unión. Y en un tiempo demasiado corto, incluso para un elegido, se vio frenado, desbordado, vencido y aterrado. Había traspasado límites que nadie cruzaba, utilizado instrumentos que sólo los más poderosos se atrevían a invocar y descendido a Infra-mundos en los que sólo ostentaba el poder de un iniciado. La respuesta de sus rivales económicos se volvió brutal, inclemente y absolutamente personal. Quisieron destruirlo, pusieron ante su dorada sociedad las pruebas de sus acciones, de sus traiciones empresariales y familiares, del complejo económico que le protegía, y el resultado fue la aniquilación.
 
Durante un breve tiempo creyó poder revertir la situación, pero mientras toda su riqueza se evaporaba, su círculo más íntimo le abandonaba y las sentencias se acumulaban en su contra, su vida se convirtió en una caída plagada de dolor y frustración ante la certeza de verse condenado a un silencio al que no era posible poner sonido.
 
Caído y exhausto, trató de levantarse, pero no se lo permitieron. No había piedad para los que como él, rompían los códigos secretos. Quiso volver a llamar a las puertas de los corazones de los que había amado, pero tampoco encontró su apoyo. Pudo arañar su caridad envuelta en desprecio. Le concedieron un exiguo derecho sobre la casa de su propia madre, lo que le permitía sobrevivir con cierta apariencia, pero que también suponía una acusación permanente, de un acogimiento que no se merecía.
 
Entonces se dejó llevar, a la espera de algo. No sabía muy bien qué. Algo que detuviese aquella erosión continua que suponía su insustancial rutina. Creyó percibir algunos destellos en algún encontronazo con personas que, al ver su aspecto, parecían ver cumplida su condena después de tanto tiempo. Pero tras la esperanza siempre volvía el silencio, aquel terrible silencio. Entonces volvía a asumir que aquellos fogonazos de esperanza no eran más que chispazos de luz en una noche que se avecinaba interminable. Aún así, no podía ni quería renunciar a ellos, ocurrían en contadas ocasiones, pero su existencia era ahora lo más valioso que poseía.
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Rió sin alegría ante el comentario de un compañero de barra. Observó su copa tan vacía como su bolsillo y supo que debía volver a casa. La esfera de su  reloj, una joya para los jóvenes amantes de lo antiguo, le confirmó la decisión. Le hubiese gustado esperar algo más, no sabía cuánto tiempo, quizás el suficiente para pensar que pudiese ocurrir de nuevo: aquel fogonazo de ilusión que encendiese unos metros su camino. Pero no había tiempo. No esa noche.

Hernando nunca hubiese podido pensar; en su adolescencia, cuando la vida se presentaba ante sus ojos como la lógica prolongación de su nacimiento; en su juventud, recién casado con la heredera de una de las mayores fortunas de España; o pasados los cuarenta cuando su carrera profesional le auguraba un futuro esplendoroso, que un detalle tan nimio, en un momento tan oscuro de su existencia pudiese suponer tanto. Pero lo cierto es que así había sido.
 
Comenzó como algún que otro fogonazo vivido anteriormente, pero este fue diferente. La primera chispa fue desconcertante, podía recordarla con total claridad, como el principio de una luz, si es que esta la tiene, muy pequeña, diminuta, pero inolvidable.
 
Había dejado su compra sobre la mesa y al escuchar la frase se vio obligado a levantar la vista.
 
- ¿Ojasos quieres una bolsa? – y la z convertida en s le mostró a una sonriente caribeña de marcadas curvas, boca enorme y sonrisa contagiosa. No tendría más de cincuenta años ni menos de cuarenta, pero miraba con los ojos de las personas que se sienten jóvenes en cualquier momento de su vida. Hernando tardó más tiempo del normal en contestar, y más aún, durante esos eternos segundos, en asimilar que aquello era un piropo dirigido a él. Sin saber qué respuesta dar, asintió y los reflejos de las largas uñas de la cajera salpicadas de un esmalte de purpurina brillante, siguieron titilando en sus ojos en el instante en el que salió a la calle.
Desde su caída en desgracia no recordaba algo parecido, o sería más correcto decir que nada le había agitado de tal manera. Ese algo tan sorprendente había provocado en su interior una desconocida sensación de calor, pequeña, lejana, pero indiscutiblemente real. No sabía cómo se había producido y no podía localizarla, pero estaba ahí, en los abismos de su profundidad, negándose a extinguirse. Su constante pesimismo quiso restarle importancia, convertirlo en una fugaz esperanza que con toda seguridad se diluiría con el transcurso de los días. Pero para su sorpresa no ocurrió. Su mente no podía olvidar, no ya a la mujer, que tampoco, sino sobre todo, esa pulsación calorífica que sentía como un diminuto corazón de imposible determinación.
 
Transcurrieron unos días, sintiendo aquellos lejanos latidos que le obligaban a sonreír. Su propio gesto le parecía algo estúpido, pero no podía evitarlo. El disfrute de aquella sensación le hizo retrasar su visita al supermercado. No quería arriesgarse a que, al verla de nuevo, todo aquello desapareciese, pero por otro lado cabía la posibilidad de que el calor se hiciese más fuerte y se extendiese. La necesidad de compra fue la que le hizo tomar la decisión, no podía posponerla más. Peinó sus escasos cabellos, eligió con más detenimiento su ropa y cambió la cuchilla de su maquinilla para que el afeitado fuese más apurado y el agua de colonia hiciese arder su piel con aquel aroma.
 
No la vio en la caja y se paseó más tiempo del preciso por los pasillos del local con tan solo una lata en la mano, sin elegir ningún otro producto y buscando un encontronazo que no se producía. No quiso preguntar por ella, y su otro yo negativo comenzó a burlarse de su ilusión en el mismo instante en que escuchó a su espalda unos pasos demasiado silenciosos para un cuerpo tan voluminoso como el de Gladys.
 
- Pero mírelo, si parece usté un prínsipe. ¿Qué está buscando mi amol?- Aquella forma de hablar sonó en sus oídos como música. Sintió el fuego expandirse por su interior y despertar sensaciones que creía ya olvidadas. Su otro yo burlón desapareció de su mente. No quiso ni tuvo la oportunidad de mofarse de algo obvio. Pudiese ser que aquella mujer fuese amable sólo por su propia naturaleza, pero era indudable que el influjo que causaba en Hernando era real y muy poderoso.
 
Siguió buscando entre pasillos tras escuchar sus indicaciones, demorando su llegada a la caja. Esperando el momento en que ella ocupase la silla tras la cinta móvil donde cada cliente amontonaba su compra. Cuando la vio sentarse, se movió con una rapidez que no recordaba y ocupó su puesto en la cola.
 
Salió de allí feliz, con aquel gesto sonriente, que si parecía estúpido no le importaba, disfrutando de la conversación en la que ya sí, había sabido qué contestar, recreándose en la carcajada que había provocado su comentario. Rememorando aquellos labios carnosos, retorcerse por la risa y la mirada de ojos negros en la que había creído ver algo más que amabilidad. Pudiese ser que sólo fuese eso, pero no quiso pensarlo en aquel instante… había algo más. Y estaba dispuesto a descubrirlo poco a poco, sin precipitaciones, considerando sus opciones y sabiendo elegir el momento oportuno.

Era una locura, pero pudiese ser que fuese cierto. El chispazo de esperanza que suponían aquellos pequeños detalles se había prolongado más de lo esperado y se había convertido en una luz más intensa. Pasó a hacer la compra diariamente para poder mantener un contacto más continuado y la reacción de Gladys acrecentó sus esperanzas. La enorme sonrisa, reflejo de aquella exuberancia física, le esperaba cada día y durante aquellos minutos en los que conversaban, Hernando sentía crecer algo que no se atrevía a calificar. Lo pensaba cada vez que volvía a casa con gesto soñador y nunca obtenía una respuesta. Pero tampoco la necesitaba. En aquellos días grises en los que se había convertido su vida, el torrente de alegría que emanaba de aquella mujer, era un color en sí mismo.
 
Los parroquianos de la taberna observaron sorprendidos la escena. Hubiesen necesitado saber demasiado para comprender. Hernando no compartía demasiado con ellos. Parecía parte del decorado del local durante ciertas horas del día y de la noche, pero nada más. Sin embargo, en aquella ocasión, si lo hubiesen observado desde que aquella pareja entró por la puerta, hubiesen podido entender lo sucedido, contemplando la transformación que su rostro experimentó.
 
Gladys entró sin sonreír esta vez. Un tipo de rudo aspecto y rostro ceñudo la siguió y ambos ocuparon la mesa situada en la esquina más apartada. Los murmullos de su conversación se mezclaron con el ruido del bar sin que la sintonía se viese perturbada. Hasta que una blasfemia se elevó por encima de la niebla de conversaciones. Las cabezas se giraron y observaron al hombre mirando con fiereza a la caribeña mientras ésta clavaba los ojos en el suelo. Tras un fugaz silencio, las miradas volvieron a su origen, pero tardaron poco en repetir el movimiento. Esta vez, un golpe en la mesa volvió a detener las conversaciones. Ahora ella lloraba y la observación se hizo más prolongada. El tipo de rudo aspecto y rostro furioso, miró a los curiosos y estos apartaron su curiosidad. Nadie escuchó el ruido de una silla arrastrarse, ni los ligeros pasos de Hernando.
 
Ni siquiera lo miró.
 
- ¿Estás bien Gladys, te está molestando?
 
Ella apenas levantó la cabeza. Pero la contestación que escuchó de su… ¿rival?... Le sorprendió contemplarlo así, pero se vio a si mismo, como cuando siendo muy joven había peleado por una chica. Ahora no pudo evitar calificarlo; sí. Así lo sentía, aquel cafre de aspecto patibulario era su rival. Hernando no podía haber elegido peor contrincante, pero estaba dispuesto a todo.
 
La carcajada del tipejo fue la peor respuesta esperada. Hubiese esperado algo más heroico, una lucha desigual o incluso… ¿por qué no soñar?, un golpe certero por su parte, que hubiese enseñado modales a aquel trozo de carne. Pero aquello no era una novela y tampoco podía pretender hacer frente a aquel deshecho.
Sin mirarlo siquiera, repitió la pregunta, y aquel desprecio devuelto, ofendió al acompañante de la mujer.
 
Viendo a ambos contrincantes, el dueño de la taberna salió de la barra para poner fin a la escena y antes de que atravesase los escasos metros que le separaban,  aquella se desencadenó.
 
Hernando puso su mano sobre el hombro de Gladys y ella quiso apartarla con gesto imperceptible. El acompañante se levantó dejando caer al suelo la silla, y agarró al metomentodo por la camisa para empujarlo fuera. Un viejo puño, acostumbrado ya a muy poco, golpeó con escasa fuerza el pómulo del agarrador, provocando el caos de una pelea de bar. Puñetazos que no aciertan; brazos que intentan separar; gritos e insultos; patadas; un hombre en el suelo; otro que tropieza; golpes que reciben los pacificadores y por fin; tras segundos que parecen minutos… la calma.
 
Gladys y el rival desaparecieron. Hernando solo presentaba como parte de la batalla; la camisa rota; sangre de un compañero de barra al que otro se llevaba al ambulatorio; el pulso acelerado y sus escasos cabellos despeinados como muestra de aquel envite en el que las muchas preguntas no obtenían respuestas.
 
En silencio y acompañado a casa por el más cercano de todos sus compañeros de barra, Hernando se marchó. Rememoró el movimiento del hombro de la mujer al apartar su mano y se sintió ridículo. De nada sirvieron las palabras de admiración que el otro le dedicó al despedirse en su portal.
 
Entró en casa, rumiando el final de sus días coloridos, saludando de nuevo a los grises, maldiciendo que aquel destello de luz hubiese terminado y deseando que el siguiente no transcurriese tan rápidamente.
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