Pueblo nuevo
El sol aún no había aparecido por la línea del horizonte y los vecinos más madrugadores pudieron disfrutar de las primeras horas de luz de la jornada, las únicas, en las que el calor no era el principal protagonista. El verano estaba siendo duro, extremo, exagerado… y las fiestas del pueblo con la que despedían la estación se habían celebrado hasta la extenuación. En la plaza aún quedaban pruebas de ello; bajo los gallardetes y los banderines; a los lados del escenario donde hasta hacía pocas horas había tocado la orquesta; en las mesas sin recoger del casino, del café de Romeral, o del Círculo; aún quedaban restos de toda aquella comunal diversión. El silencio de las calles se veía roto por las pisadas de aquellos pocos que a pesar de haber trasnochado, asumían que el campo y los animales no entienden de días festivos. Todos confluían en la misma plaza donde unas horas antes habían compartido un aguardiente, un pitillo, unas risas o una conversación. Ahora no había intercambio de palabras, un gesto y un murmullo servía como saludo cuando se encontraban, y de despedida, cuando dejada atrás la iglesia y el cuartelillo de la Guardia Civil cada uno se dirigía a sus propias tierras. Juan, el segundo hijo de los Quintero, era el más joven de todos aquellos madrugadores que cumplían las obligaciones de cada familia, dejando descansar al resto en esa jornada especial. Su padre había fallecido unos años atrás y su hermano mayor estaba cumpliendo con la patria. Así que “el Mediano”, como todos le llamaban, ejercía como cabeza de familia en aquellos momentos, en que su madre y su hermano pequeño aún dormían. Su juventud le impedía sentir el cansancio. Tenía sueño, sí, pero un bocado de queso, un buen trago de agua y el humo del tabaco recorriendo sus venas le habían despejado con rapidez, llevando su mente hacia unas horas atrás, a la plaza del pueblo. Donde había compartido con sus amigos la alegría de la fiesta, el baile y las bromas y requiebros con las chicas del pueblo. Recordó las risas de Aurea cuando la había alzado con fuerza para que cogiese el banderín que más le gustase. Algunos de sus amigos se habían sentado de inmediato en las sillas del bar de Romeral e incluso alguno se había tirado por el suelo para poder ver mejor las piernas de la chica. Juan había continuado con ella a cuestas girando mientras ella, con la dificultad que la risa provocaba en sus palabras le pedía que la bajase. Pero él continuó con la broma. Rememoró también, los juegos con monedas entre sus amigos, y como había ganado unos reales que había derrochado en cuanto habían caído en su bolsillo invitando a los demás. Sonrió de nuevo mientras alimentaba al ganado, escuchando la voz de su padre, “El dinero del juego muchos lo tienen pero poco lo retienen” El viejo tenía razón, así que lo mejor era disfrutarlo en el momento, como un regalo caído del cielo. Y de perder, no hacerlo más allá de los cuartos que se hubiese gastado en unas frascas con los amigos. El tiempo trabajando pasó más rápido de lo que hubiese imaginado gracias a todos esos recuerdos de la noche anterior. El sol ya estaba en todo lo alto y castigaba con dureza a toda la campiña. Los animales se refugiaban en las escasas sombras que el campo ofrecía, y el sonido parecía congelado en aquella densa bruma de calor casi imposible de respirar. Juan se quitó la camisa y se sumergió en el abrevadero. Mantuvo unos segundos la cabeza bajo el agua y la frescura de la misma calló de inmediato cualquier queja que su cuerpo hubiese intentado emitir. Con todo terminado se dirigió de nuevo hacia el pueblo. Se detuvo para ayudar al “Canelo”, el tío de Aurea. Era un tipo poco comunicativo, pero sabía que su gesto llegaría hasta ella, y aunque lo hubiese ayudado de todas maneras, el saber que ella podría agradecérselo con un baile esa misma noche hizo más llevadero el esfuerzo de levantar la pata de la mula para curar su pezuña. Aceptó un cigarrillo como parte de la despedida del “Canelo” y se dirigió a casa; estaba hambriento. La línea de los primeros tejados se dejó ver al ir coronando la loma. Se detuvo al hacerlo, y percibió que el pueblo hervía de vida. Pararía en el café de Romeral a tomar algo, charlar con los parroquianos y después iría a casa a comer y descansar para la segunda noche de fiesta. Se sintió feliz y aceleró el paso. La sonrisa con la que entró en el pueblo fue desapareciendo de su rostro a medida que se iba cruzando con sus vecinos. Aquello era extraño, ¿qué habría ocurrido? Al llegar al café, Romeral salió a su encuentro y con gesto serio le recomendó que fuese a casa. No quiso contestar a sus preguntas; en el interior del establecimiento el silencio seguía presente. Las conversaciones se habían detenido en el momento en que la cabeza de Juan había atravesado la cortina anti-moscas que hacía las funciones de puerta los días de verano.
Obedeció, ¿cómo no hacerlo?, Romeral era un buen hombre, siempre había sido amable con él y su familia. En sus ojos observó la mirada de siempre, preocupada, sin ese barniz juzgador que contempló en algunas de las personas con las que se cruzó antes de llegar a su casa. Su madre se echó en sus brazos y lo miró tratando de consolarlo con sus ojos. Su hermano entró desde el patio apartando a las gallinas que salían a su encuentro y se acercó a ambos ofreciendo su total apoyo a Juan. - ¿Pero se puede saber qué pasa?- preguntó “El mediano” desconcertado. - ¿No lo sabes? En el pueblo no se habla de otra cosa. Las personas del Círculo no paran de contarlo a todo aquel que quiera oírlas.- respondió su madre. - ¿Pero qué quiera oír el qué? - Vamos Juan… ya sabes… lo que paso anoche con Aurea…- Añadió su hermano, asomándose a la puerta de la calle y cerrándola a su espalda. El mayor de los dos hermanos se sentó en el taburete donde su padre solía fumar al calor del fuego, tratando de rememorar lo que había ocurrido la noche anterior. Lo recordaba todo, no había bebido en exceso y en su mente no había ni un solo acontecimiento que no pudiese traer de nuevo a su cabeza. La levantó con mirada inocente y perdida, enfrentándola a su familia y rogando una respuesta. - ¡Al cogerla en brazos bromeando, enseñaste sus piernas!, ¿es que no lo recuerdas?- Casi gritó su madre tapándose el rostro con el delantal del vestido, mientras se refugiaba en la esquina más alejada de la estancia. Juan buscó en los ojos de su hermano una respuesta a la reacción de la mujer. Si antes no sabía que debía recordar, ahora no comprendía que debía preocuparle. - ¡Vamos hermano!, no te hagas el inocente. El Círculo de la Verdad y la Pureza, tiene razón y lo sabes. Uno no puede bromear con una chica, delante de todo el pueblo y encima, que ella enseñe las piernas sin que tú muestres algo similar. - Pero si Aurea se estaba riendo tanto como yo. Los dos lo pasábamos bien; pregúntaselo. - ¡Esa no es la cuestión hombre! Como bien ha dicho la maestra Teresa, “¿y si los niños paseando por la plaza pública observan lo que hiciste?, ¿creerán que es divertido hacerlo con las niñas?”. - Pero… ¿hacer qué?,… ¿bromear con una amiga? - ¡Basta!- Gritó la madre volviendo de su exilio en la esquina y apartando a su hijo pequeño con su histérico caminar. - ¿Te acuerdas de aquel cómico que puso una foto de una cupletista, recién fallecida, en el cristal del Casino?, o ¿aquel gacetillero que alabó inmoralmente las piernas de la última amazona que ganó la carrera de todos los Santos? … ¿los recuerdas, verdad?... pues ambos tuvieron que salir a la plaza pública y pedir perdón. Y ahora vas tú…, y te atreves a hacer algo tan grave como bromear con una amiga en la plaza pública del pueblo y que se le vean sus piernas. Juan miró a su madre y a su hermano. No comprendía la importancia de su falta, pero suponía que tenían razón. El Círculo de la Verdad y la Pureza, estaba pendiente de todas aquellas cuestiones que al resto de la gente se le escapaban. Nunca descansaban, siempre sabían que era lo que se podía y no se podía decir o hacer. Recordó al cómico y al gacetillero en su penitencia… la escena había sido desagradable. Los vio de nuevo con la cabeza gacha, observados por miradas cargadas de reproche, pero también por muchas, la mayoría, que no comprendían cual era la culpa que ambos llevaban sobre sus espaldas. No había dicho nada a su favor, los había contemplado con indiferencia, sentado en el café de Romeral sin preocuparse demasiado. Y ahora era él, el que debía someterse al escarnio público… y pese las explicaciones de su madre y hermano seguía sin comprender cuál era su falta. Y entonces pensó… ¿y la de aquellos dos… cuál fue? Al escuchar el tintineo en el cristal, Aurea se asomó a la ventana y vio el rostro de Juan, su palidez contrastaba con la oscuridad de la noche. No se oía un ruido en toda la calle, ni en el pueblo, ni más allá de los campos. El silencio se presentaba como el perfecto guardián del descanso.
Llevaba todo el día queriendo hablar con él, verle, pero no había podido salir de su casa. Sus padres la habían querido proteger de las diatribas que el Círculo de la Verdad y la Pureza habían lanzado contra ella y su amigo. Ellos sabían que aquello también pasaría, pero si no se le daba la respuesta oportuna, podían caer en el descredito y ser señalados por aquellos ávidos guardianes de lo perfecto. Casi volaron sobre el empedrado y el sonido de sus pisadas no se elevó lo necesario para despertar algún ladrido delator. Atravesaron las eras y escalaron las peñas desde las que se veía todo el pueblo. Se sentaron la una junto al otro, sintiendo el calor de sus cuerpos y observando el techado de las casas donde dormían todos aquellos con los que compartían sus vidas. Allí abajo, descansaban por igual los que les habían juzgado; unos pocos, mezquinos y preocupados de imponer a los demás la forma correcta de pensar y de vivir. Al otro lado de los muros de aquellos, dormitaban también los demás; la mayoría. Los que vivían tranquilos ocupándose de sus asuntos, y a los que los primeros obligaban a tomar partido y formar opinión sobre hechos o realidades que en la mayoría de las ocasiones no eran en absoluto importantes. Pero el Círculo sabía cómo hacer que lo fuesen. Y pulsaban a las fuerzas vivas del pueblo, para que estas también se enfrentasen si el objeto de la disputa podía hacerles perder un ápice de poder. Juan la observó levantarse con los brazos envueltos en su propio cuerpo, adelantarse unos pasos y observar el pueblo. Bajo la luz de la luna, su figura se recortaba con toda claridad y para su excitante sorpresa el camisón parecía haber desaparecido. ¿Qué pensarían los miembros del Círculo, de lo que sus ojos estaban viendo en aquel preciso instante? De nuevo volvió a preguntarse por el motivo de su condena. Porque ya se la habían notificado, a ambos. Deberían ir al ayuntamiento a recibir un curso de comportamiento adecuado. El alcalde había transigido, las elecciones estaban cerca y la presión había hecho su efecto. El silencio de la mayoría no había supuesto un rival digno para la indignación de los guardianes. Y volvió a preguntarse ¿qué habían hecho para merecer aquello? Y sobre todo ¿por qué algunos eran los que debía imponer la manera de vivir al resto? ¿Acaso no tenía nada más a lo que dedicar sus vidas? Conocía a algunas personas del Círculo y no eran la representación de la perfección en la tierra. De hecho estaban muy lejos de serlo y sin embargo se permitían el lujo de juzgar, no con grandes argumentos ni fundados razonamientos. Nunca lo hacían, solo con sentencias cortas, y acusaciones indiscutibles. Se levantaban de sus sillas en mitad de la plaza y condenaban sin remisión, como jueces que solo tuviesen oídos para los argumentos del fiscal. El cuerpo de Aurea seguía ante él. Cada curva del mismo se ofrecía a sus ojos y no dejó de observar ni uno de los centímetros que la blanca luz de luna le mostraba. Ella se giró, observó su mirada y sonrió, ante el gesto descubierto de su amigo.
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