Nube negra
Entró en su apartamento sin darse cuenta que lo hacía; cerró la puerta; dejó las llaves en el platillo de la mesa del recibidor; el portafolio encima del mueble bar; pasó al cuarto de baño y se lavó las manos; se secó observando la toalla que ya debía cambiar; llegó hasta su habitación; se quitó el abrigo y los zapatos; volvió al salón y sentado frente al televisor apagado, se encendió en su mente la sensación de estar en casa. Observó su reflejo en la negra pantalla, alguien desconocido le observaba desde aquella lejanía oscura. Se aproximó buscando en sus facciones una semejanza con su propio rostro, y por fin la encontró. Estaba en su mirada; eran los ojos de un hombre cansado. Dio unos pasos atrás y mientras se alejaba sus facciones fueron asemejándose a las que reconocía como propias. Seguía agotado, pero ya no había alguien extraño invadiendo su salón y contemplándole con descaro. El encendido de las farolas de la calle le recordó que llevaba horas sin comer. Entró en la cocina y abrió la nevera. Lo que observó le resultó deprimente. No había nada allí que le hiciese superar la terrible pereza que le suponía cocinar. Buscó en la despensa, y tomó de la balda superior una caja de galletas abierta. Volvió al salón y mordisqueando sin ganas la segunda, obvió el reflejo y encendió la televisión, quitando el sonido. El mando de la misma no parecía querer obedecer. Buscaba películas, deportes, concursos, algo que consiguiese que sus ojos observasen y su cabeza no recordase, pero en casi todos los canales la imagen se repetía. Solo los logos de las cadenas dotaban de diferencia a lo emitido. Subió el volumen y extrañado escuchó al locutor; - …aún no hay constancia realmente de lo que se trata. Pero si se ha descartado la posibilidad de que la nube haya sido producida por un accidente de algún barco o avión. A día de hoy los meteorólogos no reconocen ningún fenómeno atmosférico y los oceanógrafos no encuentran una explicación para esta anomalía. Su tamaño ha aumentado en las últimas horas, pero se están buscando patrones dentro de las grabaciones de los satélites que nos puedan dar datos fiables de dicho crecimiento. Como les hemos informado, su localización ha sido muy reciente. Un barrido aleatorio desde el espacio localizó lo que se pensó era una fuga de petróleo… Salvador terminó el paquete de galletas y se levantó a ponerse un güisqui. Si lo que había buscado al encender la televisión era no recordar, no había podido tener más suerte. Observó de nuevo el portafolio encima de la botella y lo apartó con desprecio. Bien provisto de hielos volvió al sillón y dejó que el amargo licor calentase su interior. Un trago, solo un trago necesitó para terminar la primera. Tomó la botella por el cuello y sin soltarla rellenó la copa tras cada sorbo largo, mirando absorto las imágenes de aquella nube que flotaba sobre el océano y para la que no parecía haber ninguna explicación científica. Su mirada empezó a enturbiarse y las voces que escuchaba comenzaron a parecerle avisos de tormenta que cercaban sus pensamientos. Estos, los que quería olvidar, quisieron aparecer, pero dos golpes de botella consiguieron alejarlos de nuevo y entonces sintió que sus ojos se cerraban contemplando aquella presencia negra, que amenazadora se acercaba al continente. Sonaban como aves huyendo de los disparos de las escopetas. No podía ver a los cazadores ni precisar su número, pero los sonidos de terror de los animales le indicaban que el peligro era enorme, real e inminente. Una suave melodía lo rescató de aquella confusión de imágenes y sus ojos fueron habituándose a la realidad. Tras la botella vacía, recortada sobre la pantalla, observó la nube que había estado presente durante el nebuloso sueño que recordaba. No había tenido protagonismo en aquella mezcolanza onírica, pero había permanecido en un discreto y amenazador segundo plano.
A duras penas se sentó, mirando sin ver, y oyendo sin escuchar, como una máquina que necesita que el operario la ponga en marcha. Buscó con la mirada, sin mover un solo músculo la botella de güisqui; estaba vacía. Sus ojos siguieron el rastro de las gotas que habían roto la película de polvo que cubría la mesa y encontraron el transparente resto de los hielos derretidos en la copa. Ordenó a su brazo dirigirse a ella, pero el operario aún no había llegado a su puesto de trabajo. Somnoliento y resacoso escuchó, ahora sí, las voces a las que los cazadores habían disparado. “ …un cuatro mil por cien en una noche. Esa es la cifra que ha comunicado el gobierno en su última comparecencia pública. Se sigue sin saber a qué nos enfrentamos. Siguen sin tenerse noticias de los aviones y las embarcaciones que se enviaron. Han desaparecido de todos los sistemas de localización. No hay rastro de ellos, las comunicaciones no existen. Es un hecho contrastado, las autoridades no descartan ninguna variable, pero lo cierto es, que no ha habido posibilidad hasta el momento de saber qué hay tras esa nube negra, ni qué la ha formado” Al verse de nuevo atrapado por el noticiero, su brazo optó por tomar una autónoma decisión y alcanzó la copa. El sabor a güisqui era un mero recuerdo en el agua formada por el hielo derretido. Pero aquella sensación de frescura en su boca le reconfortó. Se levantó sintiendo como sus huesos emitían una sonora queja por la mala noche pasada en aquel sofá desfondado. Reutilizó el filtro de café, y puso el suficiente para saber que haría ponerse en marcha todo su mecanismo. Una ducha, un café y volvería a sentirse dueño de su desastre. Rió con ganas cuando escuchó los comentarios de un oyente radiofónico. Dejó su mano sobre el grifo de la ducha, esperando a que aquel acabara, mientras el aroma de su recuperación llegaba desde la cocina invadiendo todo el apartamento. " - Proviene del fondo del mar, ¿me oye?, yo ya avise de algo parecido en mi libro “La venganza de la Atlántida” ¿lo conoce? - No, me temo que no lo he leído.- respondió el locutor burlón. - Pues debería, los atlantes, están atacando. Y esto es solo la primera fase”. No le dejó continuar, la multitud de llamadas al programa no permitían que nadie ocupase más del tiempo del que la publicidad requería. Lamentó que así fuera, la voz de aquel demente que por fin veía su locura hecha realidad, le había resultado tremendamente divertida, y últimamente no había muchas cosas que le hiciesen reír. Envuelto en la toalla escuchó el sonido del teléfono. Creía que había desactivado el sonido. Observó la pantalla luminosa y vibrante encima de la mesilla y al ver su nombre dudó. A ella no quería dejarla de lado, con ella sí quería hablar. Salvador escuchó como el tono exasperado del saludo de su hermana se volvía más cálido al poder, por fin, contactar con él. Siempre le había protegido en exceso. De adolescente le incomodaba que aquella niña dos años menor que él, adoptase un papel tan maternal. En la juventud le había divertido sentir sus miradas de reprobación cuando se encontraban en cualquier local nocturno y descubría en su mirada brillante, el consumo excesivo de todo lo que pudiese divertirle. Aquella mirada reprobadora o consentidora encontró un eficaz aliado en su mujer desde el mismo día que Salvador se casó; el mayor acierto de su vida, dijo Paula. En lo acertado de aquella elección siempre estuvieron de acuerdo. Pero cuando tras veinte años de matrimonio se divorciaron, la manta protectora que había permanecido guardada en el interior de su hermana, salió de nuevo, describiendo una verónica de resguardo sobre Salvador. No había decisión que no comentase con Paula, viaje del que no la informase, ni llamada evitada, incluso, a altas horas de la madrugada, con la voz desencuadernada por el alcohol, buscando una conversación consoladora que terminase con una dura recriminación por sus excesos. No comprendía como había podido molestarse en algún momento de su vida por aquella injerencia permanente y ahora no concebía su desaparición.
Tomó el teléfono y mientras pulsaba la respuesta, cruzó el salón hacia la ventana, sintiéndose observado por la nube negra que la pantalla mostraba. - ¿No has ido a trabajar Salvador? Te he llamado a tu oficina. - No. No tengo ganas. De hecho no me apetece hacer gran cosa. Creo hoy me quedaré en casa. ¿Cómo están los chicos? Ella no respondió a su pregunta y Salvador esperó en los silenciosos segundos, una recriminación, pero cuando escuchó su suspiro, supo que no se produciría. - ¿Lo has visto?- preguntó Paula. - Claro. No he podido pensar en otra cosa desde ayer. - ¿Y qué vas a hacer? No puedes quedarte allí. Va en la dirección del cabo norte, tan solo a cinco kilómetros de tu ciudad. Y si sigue creciendo como lo está haciendo, cubrirá toda la región, antes de que lo esperes. Salvador observó el televisor silenciado. Era cierto, las cuadrículas que rodeaban la imagen ofrecían los datos de su variación. Los porcentajes resultaban aterradores. Su crecimiento exponencial superaba los cálculos matemáticos. Y todas las opiniones, apuntaban a su ciudad como la primera población de importancia que se vería arrollada por aquella voraz nube negra. Se asomó a la ventana y observó filas de coches colapsando las calles que se dirigían a la autopista. El pánico había hecho su aparición y nada parecía poder contenerlo. - ¿Irme?, ¿adonde? - ¿Cómo adonde?, ¿de verdad me haces esa pregunta? Aquí, a mi casa, conmigo y tu familia. Salvador asintió en silencio. Tenía razón, siempre la tenía. Abrió la ventana, y el caos sonoro de los bocinazos llegó al mismo tiempo que la refrescante brisa marina. Aspiró con ansia aquella reconfortante fuente de vida y sintió su fuerza recorrer sus venas. Los guardias de tráfico intentaban poner orden entre toda aquella marabunta nerviosa y aterrada, que trataba de ganar cada metro de avance a costa del coche de su derecha o izquierda. Algunos bajaban de sus vehículos y a gritos descargaban toda su inquietud en aquel compañero de atasco que había logrado arrebatarle los centímetros que le daban la posibilidad de avanzar un segundo antes. Buscó en el horizonte la aparición de la amenaza, pero aún no había rastro de ella. Llegaría, era indudable, pero aún quedaban días, o quizás horas, para que hiciese realidad su presencia. Y cuando lo hiciese nadie estaría allí para recibirla. No le pareció educado permitirlo, alguien tiene que hacer de anfitrión. Aquel pensamiento le hizo reír. Y escuchar su propio sonido, le extrañó, llevaba mucho tiempo sin hacerlo. - ¿De qué te ríes? – preguntó con seriedad Paula. No podía explicárselo, nadie podría entenderlo pero había sido agradable. Observar toda aquella locura que embargaba a su ciudad, al país, al mundo...aquella nube negra que amenazaba todo el planeta y poder hacerlo con esa placentera tranquilidad era desconcertante. - ¿Salvador estas ahí? Abrió más aún la ventana y el exterior se hizo totalmente presente en el salón. Observó la pantalla de la televisión, las variaciones de los cálculos y sintió indiferencia. Volvió a reír, esta vez más fuerte y percibió una efervescente fuerza interior crecer con cada gota de risa que inundaba su salón. Solo el sonido del pánico; los gritos y los bocinazos aterrados, sonaban discordantes en aquella catarsis purificadora. Buscó en sus archivos el sonido que debía presidir aquel momento y al abrir el desplegable, su mirada lo iluminó: “La danza húngara 5” de Brahms. No podía ser otra. La hizo sonar con toda la fuerza que su equipo le permitía y la alegría de las notas expulsó toda la negatividad que pretendía ocultarse entre los rincones de su hogar. Ni un rastro de aquella quedó en el apartamento. La mirada de Salvador observó el caos riendo al haber condenado al silencio al terror, mientras él se sentía flotar entre aquella envolvente melodía. Moviéndose al ritmo de la misma y dirigiendo a su imaginaria orquesta, observó su cuadriculada batuta luminosa y en un brevísimo instante de descanso se la llevó a la oreja diciendo aceleradamente. - Te llamo más tarde Paula. Un beso. La música había sido el perfecto cauce por el que había fluido aquella reveladora idea de esperar a la nube. No tomó el ascensor, necesitaba caminar, despeñarse por los escalones a la misma velocidad con la que su cerebro celebraba la idea de ser el perfecto anfitrión. De nuevo una carcajada sonó en el hueco de las escaleras.
Ya en la calle, comprobó que allí también todo se producía a su misma velocidad, pero en aquellos rostros, serios y preocupados y mayoritariamente asustados, aquella no tenía un ápice de celebración. Solo había un objetivo; que se escuchaba en cada voz; se percibía en cada gesto y se respiraba en cada gota de aire que recorría la ciudad: Huir. Observó admirado el derrumbe de la normalidad. Aún no era total, pero era cuestión de tiempo, de poquísimo tiempo; que alguien necesitase algo que no pudiese conseguir; que la orden de un representante de la autoridad se interpusiese en el objetivo de un grupo de personas, de unos padres de familia arrastrando el racimo de pequeñas manos de lloro desquiciante y entonces estallaría. Sería como el primer petardo de una ristra interminable. Abandonó su calle y llegó a la avenida contemplada desde la ventana de su casa. La anarquía gobernaba, y el caos ordenaba toda la escena. Paseó por la acera observando el interior de cada coche, viendo la misma mirada de desaliento ante el escaso avance y los ojos de los que no conducían clavados en las pantallas de sus aparatos móviles, transmitiendo la información al resto de los ocupantes. Una niña pequeña aburrida de tanto temor, miraba curiosa desde una furgoneta y lo vio. Salvador le hizo un mueca juguetona y ella, sorprendida ante algo tan anormal en aquel ambiente de crispación y miedo rió con ganas imitando su gesto. La cabeza de la madre apareció a su lado buscando sorprendida el motivo de su diversión y al observar a aquel hombre de mediana plantado en mitad de la calle con aire relajado, bajó con ademán protector el parasol de la ventanilla. “La Danza Húngara” volvió de nuevo a su cabeza evitándole oír la descarga de bocinazos. Silbó su melodía y se introdujo en el parque pensando como recibiría a su invitada. - Por supuesto no será a una comida. – Murmuró, mientras una sonrisa iluminaba su cara. Pero él si necesitaría hacer acopio de alimentos y güisqui. La última imagen de su despensa era demasiado discordante con su ánimo y no podía permitirlo. Al acercarse al supermercado comenzó a contemplar las primeras huellas de la desaparición de la normalidad. Las puertas estaban destrozadas y en los cristales rotos del suelo contempló rastros de sangre. Dentro observó la devastación de algunos estantes frente a otros que permanecían aún perfectamente plenos y ordenados. Tomó un carrito de compra y al llegar al departamento de bebidas descubrió a un grupo de indigentes celebrar su particular lotería alimentaria. Eran cuatro, tres hombres y una mujer, de edad indescifrable. En el centro de su comedor de suelo habían apilado toda la comida que consideraron y cada uno con varias botellas de vino y una imponente pila de latas de cerveza, daban buena cuenta de todo, riendo y esperando que cada mes una nube negra llegase a la ciudad. Al ver entrar a Salvador callaron y lo observaron con ojos expectantes. Uno dejó la botella y se llevó la mano al bolsillo con gesto defensivo. - Buenas tardes.- Dijo Salvador con amable indiferencia. Dirigiéndose al estante de los güisquis. Los cuatro se le quedaron mirando y observaron tanta anormalidad en aquella persona corriente que su rareza les devolvió la tranquilidad. Continuaron comiendo y bebiendo en silencio y al verlo salir del departamento rieron escandalosamente cuando la mujer gritó. - ¡No olvide nuestras ofertas al pasar por caja! Las calles parecían aún más abandonadas. Toda la ciudad lo parecía, las ventanas de las casas se mantenían abiertas o cerradas, ya no importaba, pero en sus huecos no asomaba ningún rostro, ni se percibía movimiento o una luz que reflejase vida. Caminó cambiando la bolsa de más peso, de una mano a otra, para aliviar la cortante presión que le provocaba la que llevaba las botellas de alcohol.
Pasó por delante del Ayuntamiento, que antes había sido palacio, después museo y posteriormente sede de una fundación y observó la regia reja del jardín abierta. Nadie la guardaba. Entró, y lo que contempló le maravilló. Su mente le trajo algunos recuerdos en fotos de libros, pero estas no reflejaban la hermosura de aquel lugar. Los árboles y las flores, cuidadas hasta el extremo, rivalizaban con las fuentes, los bancos de piedra y las esculturas de tiempos en los que la posesión de aquel lugar había significado la coronación vital de su dueño. Decidió descansar saboreando el canto de los pájaros, disfrutando de aquel paraíso en medio de la ciudad. Ningún ruido llegaba del exterior. Cerró los ojos y dejó que aquel sonido inundase su interior. Perdido en su divagación tardó en sentir la vibración de su pantalón. Observó la pantalla y vio el rostro de Paula haciendo encenderse la pantalla de su móvil. Sonrió con cariño y dejó que el temblor finalizase. Tendría que perdonarle, pero no podía hablar en esos momentos. Cualquier conversación hubiese destruido aquella sensación, y no podía permitirlo. Los verdaderos dueños de aquel jardín, los que ponían música a esas imágenes no se lo hubiesen consentido. Sin embargo necesitó observar las imágenes de su hermana y su familia. En ese lugar tenía más sentido contemplarlas. Se observó a si mismo con sus sobrinos amontonados sobre su cuerpo sentado en las últimas Navidades, volvió a sonreír…y con una placentera sensación de paz apagó el móvil. El fuerte sonido de un coche frenando y unos gritos lo sacaron de su ensimismamiento. La luz ya no reflejaba la claridad de la mañana y no pudo saber cuanto tiempo llevaba allí sentado. Observó su muñeca y no vio su reloj. Las voces se hicieron más escandalosas y la curiosidad le hizo salir de nuevo a la calle. Varios policías trataban de inmovilizar a unas personas que se resistían profiriendo toda clase de insultos contra ellos. Identificó a la mujer del supermercado, pese a su pequeño tamaño, retrasó un tiempo que los forzudos agentes la introdujesen en el coche. Entonces oyó una voz a su espalda. - Disculpe caballero. ¿Qué hace usted aquí? Salvador se volvió y observó a una joven policía mirarle con gesto extrañado. - ¿No puedo estar en la calle? – respondió con tono calmado. - ¿Pero…- ella pareció dudar al tiempo que observaba su apariencia, tratando de situar a aquel hombre de aspecto relajado en medio del pánico general- … no sabe usted que el gobierno ha ordenado la evacuación de la ciudad? Acompáñeme por favor. Salvador se sintió entonces como el último indigente que la policía introdujo en el coche. Su resistencia no podía ser física, pero debía producirse. No iba a permitir que se lo llevasen a ningún lado, debía quedarse a esperar a su invitada. Pero aquella mujer no iba a comprender sus argumentos. Nadie lo haría. - Se lo agradezco, pero mis hijos me están esperando en casa. He tenido que buscar algunas cosas en el supermercado, pero me marcho ya. La policía lo observó de nuevo, dando por buena su respuesta. ¿Quién no la daría?, ¿quién salvo los que no tenían nada que perder como aquellos desgraciados, podía quedarse sabiendo que lo desconocido inundaría la ciudad? Salvador apretó con fuerza las bolsas, obviando el dolor, adelantando la que llevaba las botellas lo justo para que la mujer no pudiese observar su contenido a través del plástico transparente. Aquello si no que no lo esperaba. Pensaba que podría esperar a su invitada resistiendo únicamente las llamadas de Paula, pero aquella amenaza a su compromiso estaba ahí, frente a él, con uniforme azul y miradas dubitativas que se dirigían hacia la superior, esperando órdenes. Caminó con prisa y cuando llegó a casa respiró aliviado. Ordenó toda la compra mientras escuchaba la radio transmitiendo la orden inmediata del gobierno. No pensaba marcharse, lo dijese quien lo dijese. Era un hombre libre y adulto que había tomado una determinación y no habría estado ni administración que pudiese ordenarle como vivir su vida. Ya lo habían hecho demasiado tiempo. Se sentó frente al televisor y observó los datos en la pantalla. Se acercaba, no podía tardar mucho... Abrió los ojos y escuchó el silencio, lo oyó con toda nitidez. Pudo discernir con claridad cada gota del mismo. Le envolvía dando sentido a la espera que suponía un nuevo día. Se asomó a la ventana y observó el horizonte. Aún no había rastro de su invitada así que decidió enterarse por la televisión de los avances producidos durante la noche. Para su decepción el crecimiento no había sido reseñable. La nube negra había decidido expandirse hacia el mar, como si dudase del camino que debía tomar para llegar a él. Pensó que quizás debería hacerse notar, mostrarla el camino.
- ¡La música!- gritó en su cabeza. Solo una adecuada melodía podía llevarla hasta su destino. Buscó entre sus carpetas la perfecta invitación y de entre todas las listas, sin aún escucharla, pudo sentir como aquel maravilloso “ostinato” del “Bolero” de Ravel, le gritaba que era lo que necesitaba. No podría resistirse a su llamada. El embrujador sonido se adueñó de todo el salón y abrió la ventana de par en par, para que ella pudiese encontrar su destino. Cerró los ojos dejándose mecer por el viento que entraba desde el exterior y la magia que salía del interior. Pulsó la opción de repetición en su aparato de música y el sonido se adueñó de todo. De si mismo, de su casa y de aquel horizonte que aún no mostraba nada, pero que prometía todo. De pronto, un ruido discordante, un invasor de su nuevo universo se atrevió a irrumpir con violencia. Giró la cabeza y aquel sonido antiguo y blasfemo llegó hasta él desde la puerta. Con una pulsión en el mando evitó manchar con aquel vulgar timbrazo la perfecta llamada a su amiga y se acercó a la mirilla. Observó en la deformada visión el ridículo rostro y escuchó con fastidio. - ¡Salvador!, soy yo, Roberto. Abrió la puerta y observó el gesto sorprendido de su vecino mirarle al tiempo que veía la televisión silenciada con la imagen de la amenaza. - Pero… ¿qué haces todavía aquí?... hay que marcharse, he tenido que volver a casa para recoger unas cosas importantes, pero me voy ahora mismo. Corre, haz tu maleta con lo imprescindible, te llevo. - ¿Llevarme, adonde? La sorpresa se convirtió en extrañeza al contemplar el gesto tranquilo de Salvador. Ahí estaba como si fuese la mañana de un domingo cualquiera, escuchando música a todo volumen, con una cerveza en la mano, mirando en la televisión lo que todo el mundo temía y sin la más mínima intención de huir. - Pero…entonces… ¿no piensas irte? - No pienso irme. Estoy esperando una invitada. Y sonriendo; cerró la puerta lentamente; pulsó el botón que ponía de nuevo en marcha la llamada de la amiga; miró por la mirilla; y al contemplar el pasillo de nuevo vacío, se dejó llevar por la bruma de la melodía de la invitación, sorprendido de que nadie quisiese esperar junto a él. Caminó por la calle como la persona que descubre por primera vez una ciudad. Y en cierta manera así era. Nada en ella era igual. Una ciudad vacía, no es la misma ciudad. Sus edificios y construcciones siguen presentes, pero carece de alma, porque eso son sus habitantes. Ellos son las que la llenan de vida, de horror, de amor… los que la convierten en su ser con personalidad propia. Despojada de esta, no se transforma en algo muerto, pero sí en algo diferente. Es algo así como el espíritu que vaga entre las tumbas del cementerio, buscando esa entrada al más allá que ha perdido y no logra encontrar.
Sus pasos sonaban atrevidos, empujados por la música que tarareaba en ocasiones y que silenciaba en aquellos instantes que quería contemplar algo de un modo diferente. Allí estaba el parque donde recordaba sus primeros juegos, o la esquina en la que había visto a aquella chica, que le había robado el corazón durante su primera adolescencia. Respiró hondo, como queriendo rescatar de aquel fantasmagórico escenario aquella vida desaparecida, pero no lo logró. Ascendió hasta el barrio alto de la ciudad, desde el que se dominaba la entrada del mar, mirando al horizonte, siempre ese horizonte, que reflejaba un cielo azul, que pretendía inspirar esperanza y solo producía desesperación. Buscó entre las nubes a las chillonas gaviotas que engolfaban las entradas de los barcos pesqueros y tampoco escuchó sus graznidos. Entonces se quedó quieto, mirando en todas direcciones, con todos sus sentidos alerta y el silencio que experimentó le desconcertó. Ningún ruido atravesaba el aire, ni siquiera este se movía, la ausencia de sonidos le produjo una terrible sensación de vértigo. Levantó sus manos buscando la caricia del viento, pero no pudo sentir nada. Todo estaba claustrofóbicamente quieto, detenido, sin ninguna fuerza que empujase en cualquier dirección. Quiso gritar para romper aquella estática sensación, pero se negó. No podía ser él, el único que se resistiese. Llegó hasta la playa sin levantar la vista, deseando que sus oídos le adelantasen lo que su mirada no quería confirmar. Pero cuando alzó la cabeza tuvo que asumir que aquella quietud era total. Observó la orilla del mar paralizada. Sus olas no morían con diminuta desgana en la arena, ni se retiraban sin fuerzas de vuelta al profundo océano, no. Estaba muerto, detenido, como el charco que nunca se pisa y cuya profundidad es distinta en cada centímetro que lo compone. Una extraña sensación se apoderó de Salvador, pensó que era miedo lo que sentía, pero no, no lo era. Al volver su vista a la ciudad y después al horizonte, supo que no estaba asustado. Desconcertado sin duda, algo angustiado quizás… pero también… anhelante. Sí, con toda certeza anhelaba su llegada, porque ella traería respuestas. Caminó de vuelta a casa silbando con todas sus fuerzas, sintiendo en la palma de su mano el chorro de aire que emitía su boca con cada nota del “Bolero”. Saboreando el melódico sonido que avanzaba delante de él, dejando a su espalda, residuos de vida, y huellas del antiguo espíritu que había compuesto el alma de su ciudad. Abrió los ojos y encendió la radio de la mesilla. Cada día comenzaba con la imperiosa necesidad de recibir información, pero solo escuchó un murmullo metálico. Apretó los botones en busca de un nuevo dial y el ronroneo burbujeante respondió en todas y cada una de las emisoras. Se levantó extrañado y se dirigió al salón para prender la televisión, pero esta no despertó. Observó el piloto apagado y buscó en los demás electrodomésticos una respuesta. No había electricidad. Buscó en su móvil, pero los símbolos de conexión habían dejado paso a una ristra de aspas que le confirmaban su total incomunicación.
- ¡Mejor! – pensó. Se asomó a la ventana y contempló el mismo paisaje azulado y estático de los días anteriores. Escrutó el horizonte pero no descubrió nada, para su desesperación, mirase donde mirase la imagen era la misma. Saltó a la calle decidido a ocupar su tiempo con la contemplación de aquel cadáver urbano en el que habían transcurrido sus días. Ahora era él, la única gota de vida que pululaba por calles desiertas y parques silenciosos. Caminaba con ritmo casi militar; disfrutando del choque del cuero contra el empedrado; buscando musicalidad al aumentar o disminuir su velocidad. Satisfecho de su última creación se detuvo en mitad de una avenida, al contemplar un objeto extraño y desconocido. Antes de acercarse miró a su alrededor… pero tardó apenas unos segundos en burlarse de su precaución. Nunca había visto algo así. Tendría cuatro metros de altura, uno de diámetro y soportes que parecían haberse hundido en el asfalto sin apenas dificultad. No había resquebrajamiento alrededor de los mismos ni restos de los instrumentos con los que habían sido instalados. Los rodeó buscando en toda su presencia, algo que supusiese una respuesta. Tardó en encontrarla, pero ahí estaba. Palpó con sus dedos la base y pudo reconocer el logo de una agencia de investigación internacional. Aquello le indignó. ¿Cómo se atrevían? Solo los, que como él, habían decidido esperar a su invitada podían exigir el derecho de conocerla. A la vista estaba que estaba solo, así que no permitiría que miradas alejadas miles de kilómetros, husmeasen lo que allí sucedería cuando ella llegase. Feliz de encontrar una forma de ocupar el tiempo de espera, examinó el ingenio desde todas las perspectivas y finalmente logró encontrar el punto desde el que acceder a su interior. Le llevaría tiempo, pero tenía a mano herramientas por toda la ciudad para llevar a cabo su proyecto. Descubrió cinco en las calles, y solo la primera le supuso un problema. Aprendida la forma de neutralizarlas el resto fue una gozosa ocupación para los siguientes días. Se convirtieron entonces en parada obligada de su paseo matinal. Miraba su interior cada mañana buscando un encendido de defensa o una reparación remota. Pero había sido un ejecutor implacable y aquellas máquinas pronto se convirtieron en una parte más de la ciudad, sin movimiento, luz ni sonido. No supo el porqué, pero se detuvo. Analizó su decisión y no logró entender bien el motivo por el que había sentido la obligación de no cruzar aquella línea imaginaria que suponía ascender el monte. Contemplar el horizonte desde aquella altura le hubiese dado una mayor perspectiva, pero sus pasos cumplieron a rajatabla la orden del cerebro y dando la vuelta se dirigieron a la ciudad. Su boca pareció emitir una queja, pero apenas se convirtió en un débil murmullo. Todo su ser aprobó la decisión de volver y no sería una protesta sonora la que le haría contravenir su decisión.
Cruzó las calles que debía vigilar aquel día, palpó a los invasores, buscando en el contacto cualquier indicio de resurrección. No había nada que temer. Ya en casa bebió lo suficiente para adormecer su mente y dejó que el güisqui le alejase de su rutina y lo sumergiese en imágenes en las que, la realidad de su desvarío, se mezclaba con lo que esperaba, lo que recordaba y lo que hubiese deseado vivir. Abrió los ojos y caminó escuchando el crujir de sus huesos atravesando el salón. El agua no estaba todo lo fría que hubiese deseado pero alivió la sequedad de su boca. Su mirada no había llegado al horizonte cuando percibió que algo había cambiado. Estaba a su alrededor, en su propio apartamento, en la calle… en la lejanía. La luz, aquella claridad estática que le había acompañado todo ese tiempo había variado… y entonces observó el horizonte. Había esperado a contemplar su objetivo final, y ahora el gris dominaba la escena. Se frotó los ojos y fue a buscar sus prismáticos. - Puede ser… puede ser…- murmuraba mientras corría de vuelta a la ventana. Pero no lo era. Aquella grisácea masa, nada tenía que ver con su invitada. La había visto toda su vida entrar con las borrascas del norte, y desencadenar sobre la bahía tormentas que habían hecho refugiarse en puerto a toda clase de barcos. Un temporal como el que parecía avecinarse era algo que debía tener en cuenta y que parecía sacado de un pasado que creía superado. Se resistía a verse recogiendo el toldo y asegurando las contraventanas. Solo pensarlo le resultaba, tan inútil, tan vulgar, tan…anticuado. Todo aquello pertenecía a un momento de otro mundo, sin embargo se acercaba con la velocidad de este, en el que siempre había vivido. Puesto a salvo de cualquier contratiempo observó entre las rendijas y lo que observó le extrañó primero, le asombró después y le hizo reír finalmente. - ¡Cobarde, cobarde!… ¿donde vas?... ¿tú también?... ¡eres como todos!- gritó interrumpiendo sus palabras con fuertes carcajadas. Aquel temporal también huía. A su cola, siguiéndole muy de cerca, mordiendo sus restos… tras su plomiza presencia bravucona... apareció; oscura; imparable; poderosa y victoriosa la Nube Negra, su invitada. Salió a la calle burlándose de la última muestra de falta de valor que había contemplado y corriendo en la dirección contraria a la que el temporal se dirigía, salió al encuentro de la esperada. La rapidez de sus pasos le sorprendió. El aire a su alrededor parecía más liviano, como si hubiese perdido presencia y atravesarlo fuese más fácil. Inspiró con fuerza y sintió una revitalizante energía inundar su interior. Su velocidad se incrementó y cruzando calles, con los ojos clavados en su invitada, alcanzó la orilla de la playa, deteniéndose en el punto exacto en el que el mar moría, allí contempló el horizonte roto.
El avance de la Nube Negra no era uniforme. Como si de un movimiento militar se tratase, observó como las alas derecha e izquierda de la misma, adelantaban sus posiciones con intención de copar la ciudad. Pero allí no había enemigos a los que aislar. Solo estaba él, su anfitrión y su aliado. Los flancos fueron adquiriendo velocidad y los vio llegar hasta las faldas de la montaña donde había acampado de niño. Se internaron entre los árboles con la determinación del ejercito que sabe no encontrará oposición. En el otro frente las antenas del centro de comunicación, desaparecieron sin resistencia. Se volvió contemplando la maniobra y vio como ambos cuerpos de ejército bordeaban toda la ciudad encontrándose con silencioso estrépito. La esperada sensación de satisfacción que había imaginado todo aquel tiempo de espera, no hizo su aparición. Comenzó a sentir una atenazadora angustia, al contemplar como cualquier posible escapatoria se desvanecía, como lo anhelado se produciría. Recordó entonces la voz de su hermana con toda nitidez… - … aquí, a mi casa, conmigo y tu familia. La escuchó como si le estuviese hablando en aquel mismo instante, y sintió miedo. Miedo a lo desconocido, a lo que estaba por llegar, a estar en el bando equivocado… ¿Lo estaría?, ya no importaba. La Nube Negra avanzaba, ahora sí como un todo, desde el norte, el sur, el este y el oeste, hacia la ciudad, hacia él. Respiró con fuerza, decidido a dejar de lado el miedo y las dudas, y se exigió asumir las consecuencias de su decisión. Abrió los brazos con la mirada clavada en la negrura y percibió, todo su ser lo hizo, como una inefable energía, emergía de la Nube avanzando por el espacio que aún le restaba por ocupar. Lo sintió llegar hasta él como el polvo de un inmenso alud; pudo seguir observando como la negrura cubría totalmente el cielo; como los edificios que lo habían rodeado desparecían sin emitir la más mínima queja y como la arena del suelo que pisaba, vibraba sin movimiento, como si se tratase de la última sensación perceptible que la invitada le concedía antes de engullirlo por completo. Quiso escuchar, oír algún sonido que le hiciese poder sentir una postrera comunicación, pero ni un sutil crujido le hizo compañía. Abrió la boca para gritar, pero ese aire que había sentido liviano, se presentó ante él, como el más formidable muro con el que hubiese podido topar. Rendido y superado se dejó llevar, y cerró los ojos esperando un final. Entró en él de una manera brutal e incontrolable. Lo hizo por medio de todos sus sentidos; provocó un atroz sufrimiento a sus oídos cuando se hizo realidad su presencia; cegó su visión dando una nueva definición a la total oscuridad; abrasó y heló su cuerpo con la misma intensidad, en el mismo instante, para terminar contagiando todo su interior de un sabor repugnante.
No quiso ni pudo negarse, y tampoco hubiese tenido sentido. Entendió que su anhelante espera se había convertido en una entrega precipitada e irracional. En las diminutas fracciones de tiempo en los que fue consciente de su propio yo, se vio así mismo actuando con total insensatez. Recordó una última llamada de un familiar, pero no pudo ir más allá… aquella fracción había terminado. O sería mejor decir que había sido reducida a la nada. Supo, no pudo comprender cómo, pero supo, que aquellas fracciones aparecerían en el momento más insospechado, pero ahora contempló su eliminación como si estuviese en otra instancia. En otro momento su existencia había esperado a una nube negra y ahora sentía que algo muy superior a él se adueñaba de todo su ser sin la menor consideración, llevándole a un sufrimiento que jamás pensó que pudiese experimentarse. Se sintió elevado y trató de buscar en el movimiento una forma de evasión… y se le permitió. Agradeció aquella gota de alivio otorgada, durante una mínima unidad de espacio y tiempo, aceptando sumiso la vuelta al terrible sufrimiento, como el obligado peaje que debía soportar para llegar a un nuevo y deseado remanso. La negrura se fue haciendo cada vez más comprensible. De la misma, logró ir extrayendo pequeñas proposiciones que daban un inicio de sentido a su nuevo estado. Para todo tenía preguntas y para nada había respuestas. Se rindió; sin luchar, sin condiciones y sin esperar magnanimidad. Y no la hubo. Se sintió apartado y abandonado en el lugar más remoto y la desaparición de la certidumbre fue su nuevo castigo. Mal existió un tiempo que nunca se produjo junto a una maldita dimensión, esperando, tan solo esperando un nuevo contacto que le diese un sentido… La primera gota de esperanza, tras mil océanos de abandono, que le hizo volver a percibir, se apareció ante sí con la fuerza de un color cuyo nombre no recordaba, pero que le trasladó a momentos, expresados en fracciones, en los que había existido de otra manera. Rodeado de seres que lo contemplaban y que producían deliciosos sonidos con los que trasladaban emociones que provocaban maravillosos cambios en su interior. Siguió aquella luminosidad y la emocionante sensación de dejar atrás aquel terrible estado, hizo emerger de su interior nuevas formas, todas desconocidas, pero que lograron aliviar la angustiosa experiencia de la que escapaba. Porque lo estaba haciendo, con cada nueva vivencia que experimentaba podía percibir el futuro del nuevo presente. Se sintió arrojado a un inmenso vacío del que no parecía existir final ni principio. Durante esa experiencia de caída, no hubo sufrimiento, ni esperanzas, ni percepciones. Ya nada era comprensible, y debía utilizar recuerdos de un tiempo olvidado para poder explicar lo que su interior experimentaba.
Por fin se detuvo y se vio rodeado de presencias que, como él, transmitían entre gemidos una comunicación que no pudo comprender al llegar, pero que consiguió ir desgranando al recibir lo que parecían ser premisas para encontrar un hueco en aquel frío envolvente. Porque así era como podía definir todo lo que le rodeaba y lo que entraba y salía de él. Como una helada envoltura intimidante que empapaba su ser y lo atravesaba sin que pudiese presentar la más mínima resistencia. Fue escuchando a sus compañeros de desgracia y sintió sus lloros como propios. En todos ellos había una suplicante rendición que imploraba un final. El que fuese. Pero a ninguno le fue concedido. Como un solo cuerpo todos fueron arrebatados de su estado y lanzados hacia una espiral explosiva que los disgregó. Se vio entonces observando durante una milésima de tiempo imposible de medir, algo que creyó recordar, pero no tuvo la más mínima oportunidad de hacerlo. Se sintió nacer y percibió el movimiento de unos parpados abrirse y cerrarse, en el humano acto reflejo de un ojo y comenzó a comprender donde se encontraba. Lo había conocido, pero no desde esa perspectiva. Lo había saboreado, pero nunca en tercera presencia. Lo había vivido, pero jamás como un extraño. Lo había sentido, pero no había sido únicamente eso. Flotó entre los recuerdos, los deseos y los quereres de aquella niña en la que se encontraba y que miraba con deleite una bicicleta. La amiga de su huésped la hizo bajar del sillín y con sonriente gesto se despidió. Mientras los ojos la observaban alejarse con aquella maravilla, impidió que las buenas intenciones enseñadas desde su más tierna edad justificasen su presencia. Ninguno de los sentimientos que le rodeaban sabían de su existencia y ninguno supo hacer frente a su imparable crecimiento. Su propia huésped secó las lágrimas que empañaban sus mejillas y escucharon sin comprender todo lo que aquella nueva y poderosa sensación gritaba desde lo más profundo de su interior. Y la pequeña se dejó llevar, buscó entre su escaso vocabulario insultos con los que calificar a aquella amiga por la que ya no sentía tiernas reacciones. Él, la nueva presencia, se adueñó de todo y fue contaminando cada rincón de aquel inocente ser con su poderoso influjo. La niña llegó a casa, cenó en silencio, sin corresponder a las bromas de sus padres, sin dar de comer a sus tortugas, ni poder conciliar el sueño con la rapidez de otros días. Pero al final lo hizo, y él se sintió dueño de su nuevo mundo, inventó historias en las que una extraordinaria bicicleta llevaba a su huésped a los más bellos lugares, mientras su antigua amiga lloraba desde un suelo muy lejano lamentando su suerte. Ya nunca la abandonó, creció en ella, como años después lo haría en otros seres, menos puros o más maltratados pero igual de humanos. En todos dejó su impronta y de todos se despidió para regresar a estados, a los que no quería volver, oscuros e impenetrables como una nube negra. |