Las hijas de Eva
Cuando consiguió aparcar el coche entre tantos, sintió que su plan no había empezado como había imaginado. En casa se había visto solo llegando a ese lugar no conocido por nadie, envuelto en el frio mañanero que aumentaría con cada paso que daría, buscando la cima de la montaña y sin embargo se vio rodeado de la temperatura esperada, eso sí, pero también de muchos conocedores de aquel paraje que Andrés creía perdido. Pero obviamente no lo era, demasiados lo conocían, así que debía iniciar el ascenso junto a muchos, en un día en el que lo que perseguía era la soledad. Dejó aquella explanada llena de gritos y humos y a buen paso pronto se vio destacado del primer grupo que había salido a la vez que él. Viéndose sin nadie a su alrededor pensó que podría lograr mantener su necesidad de falta de compañía siempre y cuando no redujese la velocidad. Cualquier parada a contemplar el paisaje o para echar un trago de su cantimplora, traería el inevitable riesgo de escuchar aquellas voces a su espalda que tanto le había costado dejar atrás. La cima era su premio y no quería compartirlo. Y si eso suponía no descansar en todo el ascenso estaba dispuesto a ello. Escuchando solo el sonido de sus pasos y el de su respiración se vio flanqueado por la arboleda que había contemplado ansioso desde el coche, cuando tomó la última curva de la carretera. Ahora sí se sentía bien, levantaba la vista disfrutando de las frondosas murallas que le amparaban, coronadas por un cielo gris que ponía color al frio y la soledad que buscaba. Su alegría se vio pronto interrumpida, cuando al doblar un recodo, observó delante a un grupo de montañeros más madrugadores que él y que caminaban con buen paso. No los podría adelantar ni quería frenar su propio ritmo, ya que de hacerlo, sería alcanzado por los que le seguían. Soltó un bufido de rabia y se detuvo pensando en volver a casa. Quizás fuese lo mejor. Detenido sin saber qué decisión tomar, observó entre las peñas que servían de punto de apoyo a los troncos de los árboles, lo que parecía una pequeña incisión en la vegetación. Se acercó y al observar con más atención comprobó que tras un denso matojo, con apariencia de portalón armado de pinchos, había otra hendidura. No podía calificarla de otra manera, porque no parecía haber un camino, pero sí una diminuta huella de terreno sin apenas vegetación. Se acercó, haciendo huecos con un palo en la agresiva entrada y vio lo que parecía una pequeña vereda de pastores. El acceso era difícil ya que aquel matojo dejaba curiosear, pero no parecía estar dispuesto a permitir la entrada. Intentó flanquearlo por la derecha, pero pese a que parecía que había más espacio, también eran más afilados sus pinchos. Por la izquierda era misión imposible. Una piedra alta e intimidante, hacía de perfecto guardián poco dispuesto a concesiones. Escuchó entonces las voces del grupo al que había dejado atrás y su mente le gritó que debía intentarlo. Observó que la base del matojo estaba menos poblada y armada. No se lo pensó dos veces, con el pie fue empujando su propia mochila como si fuese un ariete y tras este arrastró su cuerpo desapareciendo en el mismo instante en que el ruidoso grupo llegaba a la altura del camino donde él se encontraba. Los miró retador, tratando de comprobar si podían verlo. Silbó buscando su atención. Uno de ellos giró su cabeza y miró en su dirección al escuchar la tonadilla, se detuvo y se acercó. Pero no pudo verlo. Andrés dio un paso atrás exponiendo su cuerpo, continuando con su silbido mientras el otro llegaba casi a la puerta, pero no podía verlo. El curioso quiso acercarse aún más, pero entonces una voz gritó su nombre, al mismo tiempo que se pinchaba la mano con la que quería despejar las ramas del matojo. Soltó una maldición y volvió al camino. Mientras Andrés feliz en su escondite se daba la vuelta para continuar su exploración. Seguramente acabaría de la manera menos emocionante, en el paraje más decepcionante, pero estaría solo. No tendría a gente a su alrededor arruinándole su excursión. Y eso era lo suficientemente importante como para arriesgarse a continuar por aquella vereda. ¡Porque la había, vaya que sí!, y con renacida ilusión la siguió; agachándose, apartando las ramas, saltando peñas, avanzando por una ascensión más dura que la que había imaginado, pero también mucho más excitante. Porque aquella sensación de desentrañar secretos de la montaña olvidados por todos, era algo que no había previsto al levantarse aquella mañana. Siguió caminando y deteniéndose cada vez con mayor asiduidad, el cansancio no menguaba su excitación, tan solo el temor a llegar al final del camino le producía una cierta ansiedad. Pero siempre encontraba el hueco exacto o escondido por el que continuar y con cada pequeña victoria y trago de agua sentía renacer sus fuerzas y seguir ascendiendo. Ya no escuchaba voces, solo los pájaros acompañaban sus jadeos, y hasta estos y aquellos desaparecieron cuando al apartar la densa rama de un árbol la vio. Parecía algo artificial, no sus elementos, sino como estos se habían combinado entre sí. Había demasiado orden, poco caos y una imagen tan bucólica que solo faltaban pastorcillos rústicamente vestidos tocando sus flautas, mientras preciosos y pulcros corderitos pastaban a sus pies.
Era un pequeño y recogido llano, plagado de flores de todos los colores. Estaba rodeado por densos arboles que lo mantenían en silencio y refugiado, sin embargo esta protección no era tan excesiva para evitar que el sol, que ahí parecía ser permanente, bañase la entrada de la cueva que presidía la escena. Era de piedra marmolea, poco común en aquella zona y su entrada parecía tallada por humanos, tal era su perfección. El acceso a la misma se veía adornado con motivos, que sin ser geométricos ni vegetales, cualquier conocedor de letras de otros mundos antiguos o literarios podría haber descifrado, si es que hubiesen significado algo. Pero eran atrayentes y Andres pasó sus manos por encima de ellos mientras cerraba los ojos, como si los pulpejos de sus dedos consiguiesen descifrar lo que los ojos no podían. Por alguna extraña razón la temperatura dentro de la cueva era más agradable que en el exterior y se sintió empujado hacia su interior. Entonces dudó, no, no era la temperatura lo que le atrajo hacia dentro, sino una percepción que nada tenía de físico. Debía y quería entrar, pero entonces sintió algo demasiado parecido al miedo. Había algo extraño en todo aquello y quiso, saliendo rápidamente fuera, observar de nuevo la imagen de aquel remanso en el que silencio era el principal protagonista. Dejó de respirar para sentir la sensación de no escuchar nada, mientras sus ojos devoraban aquella perfección de la naturaleza. Cuando volvió a sentir el aire entrar en sus pulmones, lo recibió como la descarga de valor que necesitaba para no resistirse a aquella fuerza que lo instaba a acceder a la cueva. Atravesó con la linterna de su móvil la oscuridad que lo recibió y vio en las paredes de la misma los signos que había en el exterior. Sus manos fueron de nuevo las lectoras de aquellos extraños símbolos y fue descendiendo por una ligera pendiente que lo iba alejando de la puerta de luz que quedaba a su espalda, a diez metros, veinte, treinta y sus pasos fueron ralentizándose, perdiendo decisión al mismo tiempo que adquirían prudencia. Se detuvo en la esquina del recodo en el que perdía de vista la imagen luminosa de la entrada y notó como las paredes rozaban sus brazos con cada metro que avanzaba, no en momentos puntuales sino en un constante murmullo de plástico contra piedra, que ponía sonido a su caminar. Volvió a pararse cuando sintió que debía agachar un poco más la cabeza para continuar y al doblar sus piernas y poner su mano libre sobre una roca percibió que está se movía de una manera muy poco natural. No parecía que se desprendiese por su peso al apoyarse, era más un movimiento circular, como si estuviese inserta en un mecanismo que se pusiese en marcha al producirse el giro sobre sí misma. Enfocó con su luz aquella sorpresa y al hacerlo, el cambio de la posición de su mano, produjo un chirrido demasiado similar a una polea. Un silbante sonido subió desde sus pies mientras la luz descendía persiguiéndolo. Y entonces sus sentidos percibieron el calor y aquel extraño olor que parecía llevar siglos encerrado. Ni siquiera pudo reaccionar, toda la negrura se llenó de un denso aire que no quería respirar, pero que en su nerviosísimo no pudo evitar beberlo como el ahogado traga el agua. Sintió su cabeza sin capacidad para ordenar y su mano dejar caer el móvil escuchando su rotura, sin poder agacharse para recogerlo. No debía respirar, pero los litros de aire que estaban en su interior parecían reclamar más, mucho más. Su mente logró rebelarse lo suficiente para emitir una orden de huida. Pero en ese estado nada podía cumplirse eficientemente y al incorporarse un golpe en su cabeza llenó su boca de sabor a sangre. Cayó de rodillas y a duras penas avanzó unos metros, debía llegar hasta la puerta, pero sus brazos comenzaban a desobedecerle mientras sentía entrar el aire no deseado en su interior. Pudo resistirse un poco más y se obligó a llegar hasta el recodo desde el que podía ver la entrada a la cueva, pero las fuerzas comenzaba a faltarle, aunque aún quedaban las que se extraen de la desesperación, y con ellas pudo arrastrase algunos metros. Estaba tan cerca que podía intuirla, a tan solo dos movimientos de sus brazos, pero no había fuerza más que para uno. Aunque quizás las ganas de huir le concediesen el segundo. ¿Lo harían?, parecía difícil, la derrota de su interior había sido incondicional, y sin recursos para luchar se dejó ir. No supo muy bien cuál de los dos fue el sonido que lo trajo de vuelta. En realidad uno parecía haberlo avisado, como si le llamase desde muy lejos y hacía tiempo; mientras que el otro debió ser el detonante que precipitó su regreso. El fuerte tosido que expulsó la última brizna de la ponzoña respirada, le hizo escuchar el tintineo que las gotas producían en el charco en el que tenía sumergida la cara. Involuntariamente abrió la boca buscando el agua. El frescor de la misma fue el bálsamo perfecto con el que su cuerpo despertó. Giró un poco la cabeza y bebió con fruición hasta notar la desaparición del líquido.
Su cuerpo sonó como un ingenio mecánico que se pone de nuevo en marcha después de mucho tiempo. Los crujidos trajeron consigo una molestia reparadora que le indujeron a levantarse. Mareado y apoyándose en las paredes que lo rodeaban consiguió incorporarse y observó de nuevo el recodo que había sido el último objetivo antes de perder la conciencia hacía… no sabía hacía cuanto tiempo. Su mente estaba perdida, no recordaba bien nada, ni como había llegado hasta allí, ni tan siquiera el motivo. En su cabeza solo había sitio para lo sucedido en aquella cueva. Cuando al doblar el recodo vio la luz sintió que tras ella, descubriría el resto de respuestas. Pero de nuevo volvió a percibir aquella extraña sensación que lo había atenazado al entrar. Paradójicamente, recordarla le hizo sentirse mejor, cada paso parecía traer un nuevo descubrimiento de lo ocurrido, pero se resistía a cruzar aquel umbral, tras el que volvió a ver el floreado llano, rodeado de árboles. De su debilidad consiguió extraer algo de valor, y dio un prudente primer paso. En cuanto su pie pisó la hierba un latigazo atravesó todo su cuerpo; sus músculos se contrajeron por un espasmódico dolor, sus huesos crujieron y su cara se vio salpicada de infinitos pinchazos. Saltó asustado hacia dentro y al llevarse las manos al rostro, palpó una poblada barba que no había sentido al despertar. No repuesto de la sorpresa se refugió en la oscuridad y decidió esperar. El tiempo transcurría y en su memoria solo había lugar para los escasos recuerdos que se producían dentro de esa cueva. No conseguía recordar absolutamente nada más. ¿Quién era?, ¿qué hacía allí?... y lo que era más sorprendente; apenas le importaba. Solo sabía que tenía que salir de allí. Pero no veía el modo. Si pisar el exterior había tenido aquella desagradable consecuencia, ¿que no le ocurriría si salía por completo? La noche le sorprendió esperando, con la mente rememorando una y otra vez lo vivido al entrar en la cueva y en aquellas horas desde que había despertado. Cuando de pronto, volvió a escuchar aquel chirrido demasiado similar a una polea. Y entonces no dudó. Se levantó y a la carrera volvió a salir al exterior. La oscuridad pareció servir de parapeto para los dolores que esperaba, pero no se detuvo. Sintió como la barba iba creciendo a lo largo de su cuello y también el dolor de sus piernas por la exigente carrera, pero continuó corriendo, notando los latidos que gritaba su corazón, la petición de sus pulmones suplicando la parada, pero su mente ordenaba inclemente;
Y el cuerpo obedecía pese al sufrimiento. El matojo armado de pinchos concedió la tregua y todos los miembros de su cuerpo lo agradecieron desplomándose. Tumbado intentó volver a recordar algo ajeno a aquella cueva, pero no había nada. Buscó entre sus ropas y los papeles que salieron de su cartera se deshicieron entre sus dedos. Se apoyó entonces en la roca que flanqueaba el matojo y pensó en la manera de atravesarlo. Quizás si pasase por debajo… Jugaban como dos cachorros que acaban de abandonar la osera en su primera primavera. No había nada que no investigasen o a lo que no se acercasen. Aquella mañana el jardín era el mismo apasionante lugar mágico en el que todo era nuevo y excitante. Juntas corrían hasta la puerta de la valla de madera que bordeaba la casa; eran demasiado pequeñas para aventurarse más allá. Había aún mucho que descubrir protegidas por los maderos que delimitaban su zona de influencia.
No tendrían más de seis años, ni menos de tres, y eran tan distintas la una de la otra, que parecían un perfecto conjunto creado solo para compenetrarse. Luna; la mayor, morena y de piel tostada, hacía siempre de guía en aquella permanente aventura con la que comenzaban cada mañana al terminar el desayuno, en aquellos instantes que tenían antes de empezar con sus tareas. Las de Micra no eran tan exigentes, pero aún así debían sentarse juntas y mientras aquella leía y repasaba las lecciones, la pequeña se concentraba en los dibujos que tenían siempre una sorprendente relación con lo que acababan de imaginar jugando en el jardín. Volcada en sus lápices, retorcía su carnosa boca que inundaba de color un pálido rostro, salpicado de innumerables pecas del mismo tono que la rojiza melena que en cascadas arremolinadas caían sobre la mesa. Pero aún tenían tiempo de correr a la parte trasera de la casa para subir a duras penas al pozo, y sosteniéndose la una a la otra esperar al camión de Tomasa, rompiendo el silencio de la montaña con el ronroneo de su motor y los estridentes bocinazos que anunciaban su llegada, mucho antes de que apareciese tras tomar la curva. Luna tiró de Micra y la hizo hueco, acomodándola entre sus brazos y sosteniendo su cabeza con la barbilla. Los rizos de la pequeña le hacían cosquillas y para evitarlos, trataba de apartarlos con la boca, provocándola pequeños tirones de pelo y creando un nuevo juego que ocupó su tiempo mientras esperaban. Entonces lo vieron. Llegó envuelto en silencio, caminando como si estuviese enfermo, o al menos fue lo que Luna murmuró, cuando le vio dar aquellos pasos lentos, difíciles, terminales. Era muy alto, pero también muy delgado, su cabeza estaba plagada de pelo y si no supiesen que los lobos andaban a cuatro patas hubiesen pensado que era uno de ellos. Micra alzó la cabeza buscando una respuesta a la imagen que aquellos ojos infantiles contemplaban. Pero aquella mirada castaña no la tenía, y su gesto se iba convirtiendo en una máscara de miedo que no gustó a la pequeña. Luna bajó de un salto del pozo y alzó los brazos recibiendo el tembloroso cuerpo que apenas dudó en seguirla. La imagen era demasiado extraña para no resultar aterradora, y no sentían ni un ápice de curiosidad. Sus gestos se contrajeron en una mueca de pánico que se fue haciendo más y más grande con cada pequeña zancada con la que se aproximaban a la casa.
Eva apenas tardó unos segundos en salir al exterior y las niñas se arremolinaron entre sus piernas aferrándose a ellas con el alivio que da, el haber llegado al lugar en el que todo es seguro. Sonriendo ante el atropellado discurso de Luna, repetido, segundos después por Micra, dio la vuelta a la casa y su gesto de condescendencia se transformó en una expresión inefable cuando vio al hombre apoyado en la valla de la casa. Todo su interior se retorció. No podía ser; era imposible. Lo dejó caer sobre su propia cama, mientras no paraba de preguntarse cómo había sido capaz de hacerlo; enfrentarse a la situación, decidirse y meterlo en su propio hogar. Las niñas observaban la escena con ojos asombrados, no se separaban de su lado. La habían ayudado a llevarlo dentro de la casa, mirándolo sorprendidas, apartando aquello que molestaba, pero siempre manteniéndose lejos de aquel.
El rugido del motor de Tomasa sonó en el exterior y Luna y Micra se precipitaron a la carrera para informar de aquella excitante nueva aventura, pero un autoritario grito de Eva las detuvo en seco.
Y lo dicho sonó, tan imponente, con tal carga de autoridad que, ni se plantearon una réplica, ni en su interior surgió la curiosidad que les hiciese comprender el motivo por el que la simpática Tomasa no pudiese saber que aquel lobo que andaba sobre dos patas, había llegado hasta su casa.
Durante el tiempo que su madre salió al exterior se acercaron un poco más al hombre tendido. Escucharon las risas y el sonido de la conversación del exterior, pero no pudieron oír lo que hablaban. Solo tenían ojos para aquel cuerpo, vestido con aquellas ropas viejas y con aquella cabeza poblada de pelo que en ocasiones emitía un débil quejido. Luna se acercó un poco más, lo suficiente para poder tocar su cara. Pero cuando su mano estaba tan solo a unos centímetros, la puerta se abrió de nuevo y la autoritaria voz de Eva cortó el intento.
Aquello era la peor noticia que habían escuchado en mucho tiempo. No había nada; en sus libros; en sus dibujos; en el jardín de casa… ¡en toda la montaña!, que pudiese compararse a aquella fantástica aventura que la aparición del lobo había supuesto. Y en lo mejor de la misma, con la protección de su madre salvaguardándolas, cuando no había miedo y sí una incontrolable curiosidad, las echaba fuera. Pero el gesto con el que volvió a mirarlas no daba ninguna opción. Eva llevó hasta su cuarto todo lo necesario y mirando por la ventana sonrió al ver a las niñas sentadas la una frente a la otra, imitando el caminar de la aparición, tratando de asimilar la catarata de emociones que aquella escena había supuesto. Volvería a hablar con ellas, más tarde, cuando lo hubiesen asimilado. Le quitó toda la ropa, y fue lavando su cuerpo, con delicada dedicación. Buscando una posible herida o cualquier daño que le hubiese llevado a ese extremo. No había nada. Le dio de beber agua y el caldo que tenía preparado para la comida. Y notó como sus quejidos se convirtieron en murmullos, su agotamiento parecía tal, que solo un prolongado descanso podía traerlo de vuelta al mundo de la consciencia. Aprovechando la docilidad de su quietud inerme, comenzó a cortarle la melena que caía por sus hombros y la larga barba. Cuando iba afeitársela por completo, volvió a mirarle sorprendida…hacia tanto tiempo… tanto tiempo… Dejó la maquinilla a un lado, observó entonces su cuerpo delgado, anguloso y con los restos de una poderosa musculatura. No debía tener fuerzas para mucho, pero debía ser precavida. Buscó entre la caja de herramientas unas cuerdas y ató sus manos y sus piernas a la cama. Su debilidad remitiría y quería que hablar de nuevo con las niñas, sin el peligro de un despertar impredecible. Los días transcurrían en una anhelante espera. El hombre, pese a seguir inconsciente mejoraba, eso era indudable; su aspecto, su color, incluso su cabello parecía otro, tras haber abandonado aquella imagen de vivo huido de la muerte. Pero su presencia había cambiado la rutina de la casa. Ahora las niñas ya no salían al jardín al terminar el desayuno. Se quedaban junto a él contemplándolo, tanteando las cuerdas y asegurando sus nudos para que en el momento de su despertar, estos no se soltasen con facilidad. Al principio lo hacían por miedo, pero poco a poco aquella prudencia se convirtió en costumbre y días después en mimo. Tampoco subían al pozo ni esperaban el camión de Tomasa. Preferían acompañar a su madre y ayudarla en el momento en que esta le daba de comer, o esperar fuera de la habitación con las toallas en la mano mientras lo limpiaba, para entrar a la carrera, cuando ya había acabado y convenientemente tapado le recortaba la barba.
Eva también sintió la perturbación. La sorpresa por su aparición le trajo muchos recuerdos, demasiados. Aquel rostro le hacía reproches para los que no tenía respuesta, y cuando la encontraba, la huía. La inconsciencia de aquel, le hizo rememorar decisiones tomadas y al cuidarlo hallaba consuelo. Las niñas preguntaban sin descanso, pero para ellas tampoco había explicaciones. Tan solo una orden repetida hasta la extenuación, un mandato amenazador que ellas asumían con rostro serio y obediente.
Y llegó el día. Eva estaba en el jardín con Micra, cuando de pronto se escucharon los gritos emocionados y exagerados de Luna. No había temor en ellos, era una llamada excitada y urgente la que hizo correr a la mujer y a la pequeña hasta el interior de la casa. Miraba todo con ojos sorprendidos; la rústica habitación, las cuerdas que lo mantenían inmóvil, la niña que lo instaba a estar tranquilo mientras gritaba desaforadamente y cuando entraron, a la mujer y a la pequeña que la seguía.
Pero ninguna contestó. Lo observaban devorando su imagen y el sonido de su boca.
Aquel cambio de tono pareció despertar a Eva, todo lo que temía emergió de su interior. Debía aclarar su propio desconcierto: los cuidados que le había dispensado aquellos días poco tenían que ver con la dureza con la que le preguntó;
Respondió con rapidez, pero no pudo seguir contestando, cuando su mente buscó en su interior no encontró nada. De hecho, no pudo saber por qué sabía su propio nombre. Había sido una respuesta mecánica, como si la misma fuese tan solo, la reacción sonora lógica a la pregunta. Eva volvió a insistir, quería, necesitaba saber, cómo había llegado hasta allí, de dónde venía. Pero él continúo en silencio. Cerró los ojos tratando de encontrar en sus recuerdos un pasado, un origen, un motivo que le diese alguna respuesta. Pero no había nada. Intentó mover los brazos, y las cuerdas impidieron cualquier movimiento y aquella impotencia sumada a la angustia de su total ignorancia le hizo emitir un patético gemido. Las niñas percibieron su angustia y sin que Eva lo impidiese se acercaron hasta la cama y le tomaron de las manos intentando consolarlo. Aquel tierno gesto confortó momentáneamente a Andres, pero inmediatamente se sintió tan débil, tan vulnerable que no pudo evitar que la desesperación se adueñase de su interior, anudase su garganta y se transformarse en un torrente de lágrimas.
Luna y Micra alzaron los ojos, esperando la respuesta de Eva. Deseando que cediese a su ruego. Pero no fue así. Sin utilizar esta vez su tono de mando, las hizo salir al jardín, para volver sola a la habitación. Acercó una silla a la cama y sin desatar las cuerdas se sentó junto a él.
Pero no lo hizo. Había demasiado en riesgo, estaban Luna, Micra, y ella misma. La expresión de él, era cercana y hasta cierto punto inocente, pero… ¿no lo eran siempre?, los recuerdos le trajeron de nuevo, gestos, actos… tragedias y se negó. Lo miró con fijeza y colocó las ropas de cama para que cubrieran los brazos que caían a los lados de la misma. Se contemplaron en silencio sin hacerse preguntas; como si Eva ya no tuviese más y la ausencia de respuestas hubiese sido admitida como válida. Los gritos de las niñas la hicieron levantarse rápidamente hacia el exterior, apagó la luz y se llevó el dedo a la boca ordenando silencio.
La oscuridad lo rodeó y agradeció la desaparición de la luz. Envuelto en negrura, se sintió descansar y dejó de sentirse atado; recordó las caricias de las pequeñas y la mirada de la mujer cuando se había sentado junto a él. Había sido extraña, sus ojos no se correspondían con el tono de su voz. Escuchó la voz de varias personas adultas, y pensó en pedir ayuda, pero inmerso en aquella confusión que su debilidad le provocaba, dudó. Se preguntó el motivo de su indecisión pero no pudo llegar a ninguna conclusión, estaba demasiado cansado. Solo quería cerrar los ojos… ¿los tenía abiertos?, no podía saberlo y no le importaba. La normalidad lo fue reconstituyendo. Transcurrieron días de mucho reposo y cuidados. Las niñas y Eva se fueron habituando a aquel desconocido llamado Andrés, que solo tenía su nombre como pasado.
Las conversaciones giraron entonces hacia la nueva rutina que se había instalado en aquella casa, con la esporádica visita del exterior, del ruidoso camión de Tomasa. Cuando esta llegaba, él desaparecía. Luna y Micra reían entonces más de lo habitual y ya no eran tan locuaces con la camionera; hablaban con gesto nervioso y misterioso, pero mantenían la estricta orden de Eva con lealtad infantil. Por la noche, los dos adultos se sentaban frente al fuego con el silencio cómodo de dos personas que se conocen bien. Mirando el crepitar de las llamas y dejando que el tiempo transcurriese hasta que el sueño los vencía. Entonces, él subía hasta su camastro situado en la buhardilla de la casa y se dejaba caer, buscando en su memoria respuestas a la nada. Mientras lo veía subir, Eva lo observaba y los recuerdos la asaltaban. Nunca sucedía con él presente, pero al dejarla sola, añoraba. Y lo que al principio había sido una vaga rememoración de tiempos pasados, con cada despedida nocturna se convertía en algo más fuerte, más presente, más inevitable. Trató entonces de encauzar las solitarias conversaciones pero él no parecía comprender. Andrés se comportaba con la misma correcta pasividad. Su mente era un torbellino de dudas y desesperación por la falta de recuerdos, pero en su interior, con cada día que pasaba, con cada gramo de aire ponzoñoso respirado que expulsaba, con cada gota de fuerza que recuperaba, sentía en su interior la inaplazable necesidad de salir de allí. No sabía hacia donde debía dirigirse, ni de qué tenía que huir, pero una voz que venía de un lugar al que no podía acceder le gritaba que debía marcharse. Pero estaba aquella inquietante amenaza de Eva;
No le explicaba más, y él no tenía conocimientos para poder preguntar. Pero estaba aquella voz, aquella humanidad recóndita que le instaba a luchar y que se burlaba de su vida de animal de granja. Ayudando con las labores de la casa, jugando con las niñas, charlando en silencio frente al fuego. Aquella noche Eva lo observó subir y para su sorpresa, minutos después, se vio a sí misma con las manos en los listones de la escalera. Si había llegado hasta allí ya no se detendría. Sus ojos tardaron unos segundos en habituarse a la oscuridad, se agachó para evitar el techado y sus pies tropezaron con el jergón haciéndola caer junto a él. Andrés ni tan siquiera se sorprendió, lo que su mente no le había reclamado, su cuerpo se lo recordó en cuanto sintió el calor de la mujer. Se entregaron con la naturalidad y la brutalidad que lo hacen dos personas que lo necesitan, en un acto tan físico y necesario que apenas duró unos minutos y tras el cual Eva volvió a su habitación. A la mañana siguiente las niñas los observaron sin comprender. Algo había cambiado, la nueva rutina varió, apenas se miraban y ni tan siquiera hablaban.
Pero aquel argumento tan irrebatible perdió fuerza transcurridos unos días. Entonces las niñas comenzaron a sorprenderles hablando con los rostros más cerca de lo habitual, tocándose las manos, sonriéndose por nada. Y se sintieron desconcertadas pero también, y eso fue lo más extraño, felices de verlos así. La voz seguía gritando a Andrés con cada vez más intensidad. Debía irse. Pero para ello, necesitaba de Eva. ¿Quién si no podría advertirle sobre los peligros que le acechaban fuera de esos muros? Ella intuyó su deseo pero no quería perderlo. Le gustaba esa nueva vida; el duro trabajo del día y el excitante descanso de la noche, la convivencia, el contraste suave de las niñas con la aspereza fuerte y angulosa del hombre. Así debería haber sido siempre… ¿por qué se había equivocado tanto? Y ahora no podía cometer un nuevo error y negarle su decisión ocultándole la verdad. No era justo, lo sabía, pero tampoco podía permitir que corriese ese riesgo… ¡que ellas también lo corriesen! Estando tumbada sobre su pecho, mezclando el sudor de ambos con la conversación, Andrés le comunicó su decisión; ya no lo pospondría. Los ojos de Eva se llenaron de lágrimas. No podía hacer nada; quizás fuese ese el pago que su pasado le exigía. No podía dejarle ir hacia el peligro sin conocer, pero… ¿cómo explicárselo?, ¿qué decir a alguien que no recuerda nada?
Había sido una locura. La enésima de la humanidad, y no había triunfado en sus inicios. Había surgido en mentes enfermas, las más cargadas de ira. En discursos de los que la inmensa mayoría se habían burlado o ignorado, y que con el paso del tiempo habían olvidado. Pero el odio es una gasolina tan destructiva como poderosa, y solo había sido necesaria una tragedia para que ese movimiento volviese a emerger, rescatando de los deshechos del pensamiento aquella demencial teoría. Y como una piedra que cae por una larga e inclinada pendiente, había ido adquiriendo velocidad, adeptos, fuerza y, por supuesto, enemigos. Con estos últimos aparecieron los enfrentamientos cada vez más violentos y la sangre engrosó las filas de cada bando, mezclando sus miembros, enfrentando a familias, radicalizando posturas y una vez más, perdida la cuenta en la historia; los más cuerdos y moderados se convirtieron en las primeras víctimas del conflicto. La humanidad parecía querer comprobar, hasta donde podía llegar su estupidez. En otros tiempos se había enfrentado por riquezas, religiones, territorios, poder, ideologías, razas…pero nunca lo había hecho por sexos. Y entonces descubrió aquel novedoso campo virgen, al que dedicar también violencia directa expresa y exterminadora. Y en la tierra de Eva, el varón fue el enemigo. Se le persiguió con saña, y como tantas otras veces en la historia, se hizo paulatinamente. Al principio, en el origen del movimiento, los escépticos no creyeron que aquellas arengas dichas al calor de las masas fuesen llevadas a la práctica. Pero sucedió. Primero subrepticiamente, dirigiendo las culpas hacia los reticentes; y nadie se opuso; algo habrían hecho. Después hacia las mujeres que colaboraron; y ninguna voz se hizo oír; su culpa era su condena. Y por fin, más tarde, en el último acto de aquella frenética locura todos los seres humanos de género masculino desaparecieron. Nadie fuera de los femeninos órganos de gobierno sabía donde habían ido a parar. Pero el éxito había sido total y absoluto. Andrés, la miraba como si hubiese perdido la razón. No podía recordar nada, pero su sentido común, aquella voz que le había empujado a huir, surgió de las partes oscuras de su mente y le gritó que aquello no podía ser real. ¿Cómo podían haber estado en guerra mujeres contra hombres?, ¿cómo podían haber hecho desaparecer a estos últimos?, ¿qué sociedad de mujeres hubiese admitido acabar con sus padres, hermanos, amigos, amantes?... ¡con sus propios hijos! Eva lo observó apenada, avergonzada. Aquel hombre que le había hecho recordar la felicidad de su primera juventud, la acusaba con el mismo gesto de todos aquellos a los que había detenido y aquellas a las que había condenado. En su expresión había la misma incomprensión, la misma denuncia de la locura. Pero entonces ella solo veía enemigos a los que había que eliminar y si esto no era posible, dejarlos indefensos a merced del poder de la hembra. Tal y como él había estado en los primeros días en los que su antiguo fanatismo había intentado resurgir. Pero este había sido vencido, primero por el remordimiento, después por la piedad y más tarde…después de encontrarse….¿por el amor? No lo sabía, pero la mirada de Andrés la hacía sufrir. No podía confesarle que ella había sido importante participe de los años más tenebrosos, de los tiempos en los que las persecuciones y la represión era una constante. ¿Si no podía creer la realidad que le esperaba?, ¿qué diría cuando supiese con quien había dormido?
La expresión de Andrés, hizo retorcerse a Eva. La sorpresa de su mirada iba mucho más allá del odio que recordaba en los juzgados, estaba vacía. Sintió de nuevo el peso del remordimiento torturar su alma, y cómo cuando huyó de su vida pública, todo el castigo de la responsabilidad por lo cometido, rebasó su espíritu. Estaba rememorando el pasado de la única manera que nunca hubiese imaginado; ante el antiguo enemigo. Y ahora su interior rogaba que dejase aquella dura mirada y la abrazase como había hecho hacía apenas unas horas. Le pidió perdón, lo hizo con voz histérica y llorosa. Como si con su tono intentase llegar a todos los que había condenado. Pero Andrés ya no parecía escucharla, se sentó junto a ella para volver a levantarse.
Eva se sintió en el banco de los acusados recibiendo su propia sentencia. Y ver que lo único que él murmuraba era la forma de escapar de allí la hizo romperse de dolor. Elegía la muerte. ¿Cabía mayor desprecio? Andrés dejó la casa a su espalda, con el corazón encogido por la triste despedida y la incertidumbre que cada paso le producía. No miró hacia atrás cuando escuchó el último grito lloroso de Luna y Micra. Le había llegado muy adentro el pesar de las niñas y no quiso ver de nuevo sus rostros desencajados.
Con Eva había sido distinto. Al principio le había rogado, pero viendo que su decisión era firme había caído en un silencio de miradas reprochadoras, que solo se rompió la última noche, cuando Andrés volvió a escuchar el crujido de los listones de la escalera. Entonces se entregaron con fiereza, como si la guerra de los sexos que había acabado con el varón, se prolongase en aquella cama, aunque allí las condenas y las maldiciones fueron sustituidas por jadeos y la sangre por sudor. Horas después, antes de que el sol apareciese por el ventanuco de la buhardilla Eva abandonó su cama; ya no volvió a verla. Andrés quiso creer que observó su marcha desde algún lugar escondido, pero eso solo pudo suponerlo. De nada sirvió que justo antes de partir la llamase, esperándola, apoyado en la puerta del jardín, con aquel pequeño macuto colgado del brazo que las niñas dejaban libre… elevó un poco más la voz, pero ella no daba señales de vida; entonces se marchó. Sus pasos fueron adquiriendo decisión según se adentraba en el bosque. Su mente seguía sumida en la oscuridad del recuerdo, nada hasta la llegada a la casa, surgía de su interior, pero aquella voz que le había empujado a emprender el camino le animaba a avanzar. Ya no solo la escuchaba, respondía a sus alientos y la contradecía si pensaba que la vereda a seguir no era la correcta. Imbuido en aquella conversación, su inquietud fue transformándose en una valerosa curiosidad. No podía ser cierto lo que Eva le había contado, no tenía sentido, era demencial. Todo su valor quedó congelado en el momento en que sintió el sonido del camión. Lo conocía, lo había escuchado muchas veces oculto en la casa, pero esta vez no pensaba esconderse. Se detuvo y la disminución de la velocidad de la máquina y su posterior frenazo, le hicieron ver que su presencia era una sorpresa para la conductora. Tomasa no podía creer lo que sus ojos estaban viendo. ¡Un hombre! Andrés respiró con fuerza, dispuesto a hablar. Nunca diría que venía de casa de Eva, eso sería lo último, pero si necesitaba escuchar de otra boca la confirmación de que la locura se había adueñado de aquella tierra. Mientras se acercaba, su mente fue preparando el discurso con el que pretendía llegar hasta la mujer que tantos cariños prodigaba a Luna y a Micra. Alguien tan tierno con los niños no podía ser partícipe de aquel desvarío. La puerta del camión se abrió, y aquello le reconfortó haciéndole andar con mayor rapidez a su encuentro, mientras su rostro se abría con una sonrisa. No le dio tiempo a pensar en nada más. Sintió un fuerte golpe chocar contra su pecho y se desplomó. No podía moverse, no escuchaba nada y apenas sentía dolor, pero sí una aterradora incapacidad de reacción, quiso hablar, pero tampoco pudo. No supo cuanto tiempo estuvo desplomado en el suelo, la visión del cielo azul era su única realidad. De pronto, varias cabezas de mujeres se recortaron ante las nubes y las vio conversar con gesto sorprendido. Una mano se aproximó a su cara, aspiró un olor ponzoñoso repugnantemente familiar…y sus ojos se cerraron. Eva escuchó aquel rumor aéreo, poco habitual en aquella zona, y comprendió que lo peor había sucedido. Ni tan siquiera unas horas había logrado evitar ser capturado. Se sintió de nuevo culpable, pero… ¿qué más podía haber hecho? No había querido escucharla, y lo que era peor, tampoco había dudado en abandonarla. Aunque lo comprendía. Ella misma sentía repugnancia por su pasado, por sus hechos, sus palabras… su antigua ideología. Y ahora aquella debilidad podía traerla problemas. No sentía miedo por ella… pero las niñas… haberlas arrancado de aquella comunidad de odio, no había sido fácil, pero lo había logrado. Sin embargo, ahora todo dependía de él, de un hombre, del antiguo enemigo que tanto extrañaba. Eva se sentó en la silla de la pequeña sala con gesto seguro; pura fachada. Estaba nerviosa, se encontraba mal, sabía que había entrado en la rueda y era difícil salir indemne. Pero conocía los entresijos de aquella maquina de triturar carne. Su decisión era arriesgada, pero no le quedaba otra salida.
Desde el momento en el que la introdujeron en el coche con palabras tranquilizadoras supo la estrategia que debía adoptar. La absoluta negación y mantener su posición inmutable ante las preguntas, las pruebas, los careos o (y esperaba que no llegase a ese punto) la amenaza de bajar al sótano. Incluso en ese instante debía aferrarse a lo manifestado, porque hasta que se materializase aquella posibilidad habría una oportunidad. Si lo hacía, si la levantaban con violencia y la arrastraban escaleras abajo ya todo daría igual. Habría perdido. Una chica joven con la Cruz de Venus en su pecho, la saludó con una inquietante sonrisa. Eva supo que había llegado el momento de convertir lo aprendido cuando era ella la que recibía a los asustados, en su arma de defensa. Tenía que estar nerviosa, un poco, lo justo para no sentirse inmune al poder, pero también algo ofendida. ¡Qué locura podía haberla llevado a la central de seguridad de zona! La interrogadora, le quitó importancia al asunto, la habían llevado hasta allí por una cuestión rutinaria. Su casa era la única cercana al lugar donde había aparecido… sí, efectivamente, un hombre. Y resultaba curioso que no lo hubiese tenido contacto con él, y de haberlo hecho… ¿por qué no había informado? Eva se revolvió en la silla, levantó la cabeza y la mirada con una mezcla de orgullo e ira. Si la estaban acusando es que no la conocían. Podía ver investigar su pasado, su compromiso con la causa…
Con aquello no había contado. Había preparado su defensa sin tener en cuenta que, quizás, alguna enemiga, quisiese cobrarse cuentas del pasado. Empezó a marearse, pero no podía mostrarse débil en aquel preciso instante. Sabía que su única posibilidad radicaba en mantener con firmeza su mentira. No le había visto. El problema era que Andrés no fuese tan fuerte. No, no lo era, ¿cómo iba a serlo? había salido de su casa en estado de shock y aquellas bestias podían doblegar a cualquiera. La volvieron a dejar sola durante un tiempo. No tardarán, pensó. Y si lo hacen será muy mala señal. Pero apenas unas horas después, la superior de la primera interrogadora apareció en la sala. Su sonrisa era más franca, traía en sus manos los documentos de cierre de expediente y algo de beber y comer; buena señal.
Recorrió el camino de vuelta a casa sin darse cuenta, su mente viajaba al pasado y los rostros de los que había condenado se le aparecían con los rasgos de Andrés. Conocía demasiado bien, el penoso peregrinar que le esperaba, las pruebas a las que sería sometido, los análisis, su encierro y tratamiento progresivo para dejarlo como fuente del único fluido que necesitaban de un hombre joven como él. Y la angustia y el dolor atravesaron su cuerpo obligándola a inclinarse y vomitar lo comido, mientras su cuerpo se convulsionaba por el lloro. Llegó a casa y estrechó a Micra y a Luna, sus pequeños brazos la reconfortaron. Apenas había podido pensar en ellas, si él hubiese hablado no hubiese podido volver a verlas y aquello la hizo añorarlo aún más. Había resistido, como ella, se había ceñido a las mentiras que habría inventado y su silencio la había dejado libre. En la soledad de su cama, volvió a extrañarlo, y agradecida por su sacrificio volvió a llorar. La tristeza la embargaba y no la dejaba dormir. No dio pie a que el remordimiento por su pasado ocupase sus pensamientos, pensaba en él, solo en él, en su sacrificio y en el tiempo pasado juntos y lo extrañó hasta el agotamiento. Las niñas la despertaron y el malestar seguía presente. Ya nada tenía que ver con el del día anterior. Observó sus rostros tan infantiles y entonces recordó la sensación. Andrés no se había ido del todo. ¡Allí estaba, creciendo en su interior! Pero no lo haría en aquel maldito sistema que ella había contribuido a crear. Lo haría libre de odio y de mezquindad humana. Y mientras los cuatro se abrazaban, Eva se lo juró. |