Rodrigo Aguado Tuduri
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La vuelta


Era un hombre alegre aunque no era un hombre feliz, pero no lo sabía. Era consciente de que en ocasiones, la tristeza parecía inundar todo su interior hasta impedirle respirar, pero jamás interpretó aquella anegación como algo parecido a la infelicidad. Eran momentos, pensaba, y como tales debía enfrentarse a ellos. Porque además, cuando eso ocurría siempre había algo que tomar. Variaba según el lugar o el instante  en que la inundación se produjese, pero siempre había una solución inmediata para cuando la angustia y la melancolía se adueñaban de su alma.

Esa tarde no era uno de esos días. Su jefe y el resto de sus compañeros de equipo salían exultantes del portal de sus oficinas. Por fin se había firmado el contrato del proyecto en el que llevaban meses trabajando. La alegría era total, conjunta y compartida. Avanzaban por la calle como una manada, esquivando peatones y ocupando tanta acera que era difícil sortearlos. Su alegre y bullicioso caminar contrastaba con la seriedad de las personas con las que se cruzaban, y para la mayoría de las cuales tenían una broma; solicitando piedad a una controladora de horas que discutía con su futura multada; dando una limosna a un mendigo de Europa del Este; imitando los gestos de control ante un agente de movilidad o cediendo el paso a una madre con su hija adolescente.

La mesa del restaurante los esperaba y la mitad de ellos prefirió esperar fuera, en la calle, junto al cenicero, tan solo unos minutos. No minoraba por ello la euforia. Cuando los ahumados volvieron a unirse a los sin humo, la rememoración del éxito y del trabajo realizado se revivía en cada comentario.

Se sentó a lado del jefe, en el lugar que por cargo le correspondía y que no era el que injustamente le habían arrebatado, el que se merecía y que habían entregado al que ahora le hacía hueco con la silla. Pero en ese momento, el resentimiento también quedó aparcado junto a la tristeza;  ahogados ambos, por su alegría innata y por la excitación que provoca un gran éxito celebrado estruendosamente, con fantásticas botellas de vino que las cartas de los restaurantes parecen reservar para ocasiones como esas.

Salieron en tromba todos juntos, saciados, ahumados y sin humos, con él como líder. Seguido por los demás, hacia un lugar en el que poder continuar la celebración con bebidas de más graduación.

Al poco de llegar al local donde la fiesta continuaba, el grupo fue teniendo sus primeras bajas. El jefe fue el primero y siguiendo su estela, los que por razones de peso o de imagen, querían dejar a los más juerguistas.

Las horas transcurrían y el “volver a casa”, comenzó a aparecer en las conversaciones. Entre risas y abucheos se fueron despidiendo casi todos. Ahora ya sólo quedaba él y dos compañeros. Los irreductibles que no querían renunciar a una noche madrileña que había comenzado muchas horas antes, cuando aún era día.

Volvieron a caminar a la búsqueda de otro local en el que saciar el hambre que el alcohol continuado provoca. Deambulaban hablando muy alto, demasiado para los otros transeúntes con los que se cruzaban, deteniéndose para reír, con un caminar disperso, torpe, sin rumbo fijo.

Uno de los tres despareció. Tras una llamada femenina su rostro se ensombreció y decidió que debía marcharse. No lo dijo, no podía, cualquier intento de deserción en el trío era cortado de raíz. Pero la vigilancia de los otros dos era poco férrea y con una simple excusa pudo desaparecer.

Ya cenados los dos supervivientes, continuaron atravesando calles oscuras a la búsqueda de un lugar más excitante, en el que la noche se viviera también en su interior. Y lo encontraron. Los porteros del lugar no pusieron muchas pegas, aunque si observaron el rostro de ambos con una mirada que ellos no percibieron pero en la que se podía intuir que los estarían vigilando.

Era un local con una oscuridad construida y compartimentada. Las luces, tenues y sugerentes,  acompañaban a los clientes por la primera sala guiándolos hasta las barras. Allí revoloteando como atrayentes depredadores, mujeres de vestidos provocadores y mínimos, se acercaban a los recién llegados y los saludaban con palabras envolventes, arrastrando a los que se dejaban seducir a la segunda sala, donde una despampanante bailarina, desde su escenario, secuestraba las miradas de los más tímidos.

Los dos se dejaron llevar por un acento caribeño y otro eslavo. Sentados a una mesa entre caricias lascivas y susurros que los invitaban a culminar la fiesta en las habitaciones, se fueron envolviendo del aroma del local. Un aroma de muchos perfumes; falsos, verdaderos y entremezclados, combinados con el humo del tabaco y de la propia humanidad que pasaba las horas sin mirar los relojes.

Una visita al cuarto de baño le dio un nuevo empujón. Sobre la cisterna del retrete notó desaparecer la nebulosa alcohólica de su cabeza al segundo golpe de nariz. Aquella claridad recuperada lo hizo volver con más fuerza, y menos torpeza a su mesa. Su compañero ya no estaba. Las mulatas piernas cruzadas le sonrieron al verlo aparecer y le sugirieron seguir la estela de la otra pareja.

Una vibración en el bolsillo de su chaqueta le hizo apartar a la chica un instante, el tiempo de ver el teléfono de su mujer llamándole. No contestó, miró por primera vez en mucho tiempo la hora y se dio cuenta de que ya no había ninguna justificación posible para su larga desaparición. Mañana. Mañana pondría historia a lo que había sucedido, pero ahora no quería distraerse de lo que tenía entre manos, se sentía con fuerzas de más, de mucho más. Pero debía ser prudente, en alguna ocasión no había pagado sus aventuras con la tarjeta adecuada, la que tenía para sus evasiones, y había tenido que dar demasiadas explicaciones. Pero ahora todo estaba bajo control, la mentira se había sofisticado y todo un procedimiento financiero de embustes cubría sus “desvaríos canallas”, como le gustaba llamarlos.

No encontró a su compañero cuando salió del calor de la habitación. El local ya no estaba tan lleno y decidió tomar una última copa junto a los tímidos, aquellos mirones que sin ganas para subir las escaleras o sin dinero para abandonar la sala del baile, se conformaban con ser espectadores. Su propia reflexión le hizo gracia y al querer burlarse del que tenía más cerca notó la indignación que su comentario había provocado. Aquello le hizo reír con estruendo y el burlado se alteró aún más. A sus carcajadas unió una broma y  recibió un empujón. Dejó de reír. Con torpeza se reincorporó y cuando pretendió devolver la afrenta unas manos de hierro lo sostuvieron de los brazos. Quiso zafarse pero era imposible. Un gigante lo conminó a dejar el local sin darle opción a ninguna queja.

En la calle el frio lo despejó un poco. Tenía hambre y se sentía cansado, pero aún no quería volver a casa, no todavía. Necesitaba tiempo para superar la fase de arrepentimiento. Esa que siempre llegaba después de un “desvarío”. Esa que cada vez era menos intensa, porque cruzar la línea una y otra vez provoca que esta se difumine. Y ahora apenas la veía, a decir verdad ya no sabía ni donde estaba.

Tenía que comer algo, el hambre y el cansancio no eran buenos compañeros para superar el arrepentimiento. En un espejo de aquella cafetería poblada de jóvenes se vio frente al espejo. Vio al hombre de mediana edad en el que se había convertido y que como un fracasado Dorian Gray no lograba mantener su cuadro inmutable. El suyo se reflejaba transformado en cada cana y en cada arruga; y lo que era peor, en cada momento de tristeza que le inundaba pasado el momento de euforia.

El giro de las llaves abriendo la puerta, hizo más ruido del que hubiese deseado, o al menos eso le pareció. El silencio de la casa envuelto en oscuridad, le acompañó en cada paso. No pretendía meterse en la cama con su mujer; eso sería un suicidio; asumir el riesgo de que se despertase y descubriese la hora de llegada, después de no haber devuelto la llamada, podría provocar una pelea para la que en esos momentos no tenía fuerzas suficientes, ni  la cabeza despejada.

Se asomó al cuarto de los niños, no se veía nada. Intuyó sus cuerpos tapados por las mantas y aspiró el aroma a juguete y desorden que sobrevolaba permanentemente aquella habitación. No quiso entrar, ni encender ninguna luz, solo percibir su presencia le bastaba.

En el cuarto de baño se lavó tratando de borrar los restos de aquella noche. El silencio y la sensación de estar en casa lo acusaban y necesitaba eliminar de su cuerpo cualquier huella o recuerdo de lo que había ocurrido las últimas horas.

Al borde del sueño, el arrepentimiento era más fuerte, pero sabía que desaparecería. Sólo necesitaba despertar en el sofá del salón. Descansar en el sitio en el que se suponía llevaba ya unas horas, y que le serviría como coartada para su hora de llegada. Porque ella nunca se acostaba tarde y no dudaría de él. Tropezó con la mesa del salón y percibió algo caer, pero pudo sostenerlo en el aire. Era la bandeja con el correo, maldijo la manía de su mujer de dejar que se amontonase allí. ¿Tanto le costaba ordenarlo? El sofá lo envolvió, sus ojos se cerraron cayendo con estrépito y se dejó llevar mientras escuchaba su respiración, los  coches que aún atravesaban la calle y las pocas conversaciones de los noctámbulos que volvían a casa. Todo se diluía en la lánguida sensación que precede al sueño.

Al abrir los ojos todo había cambiado. Los recuerdos de la noche, aparecían como imágenes antiguas que habían sucedido en un momento muy lejano y diferente a lo que sentía ahora. Sabía que debería asumir la culpa que volver a ver a su mujer le provocaba. Tendría que hacerla participe del nuevo contrato firmado, de lo que aquello podría repercutir para la economía familiar y del viaje que podrían planear…pero para ello debería sortear su nuevo enfado. No le costaría, había motivos para aquella celebración que quería ofrecerle como disculpa.

Le extrañó el silencio. Alzó la voz llamando a sus hijos. No hubo respuesta, volvió a gritar pero ninguna infantil carrera atravesó el pasillo. Llamó a su mujer y la respuesta fue la misma. ¡Perfecto! Podría tomarse un café y disfrutar del periódico mientras ellos volvían de la calle. Tendría tiempo de preparar la coartada, no necesitaba mentir, simplemente hacer variaciones de los hechos. - Se borraban lugares y personas y la situación era presentable. Sujeta a posibles reproches, pero defendible.-

Canturreando una canción, que escuchó en algún momento la noche anterior, se dirigió a la ducha. Pero antes de salir del salón, sus ojos detectaron en una fugaz visión algo que no debería estar allí. Aquello no le hizo detenerse pero sí pensar, donde debería encontrarse lo observado y donde no. Llegó a su cuarto sin darle importancia y notó que algo extraño flotaba en su dormitorio. Se detuvo un instante buscando la anomalía. Estaba impecable, la cama perfectamente hecha, con todo recogido…demasiado recogido. Abrió el armario y antes de que la puerta le revelase la verdad, escuchó como un grito la respuesta de la fugaz visión del salón en su cabeza… ¡No podía ser!, siempre había sido muy precavido… corrió hasta allí. Y pudo ver el montón de papeles que casi había tirado la noche anterior. El extracto de su tarjeta para los “desvaríos canallas” estaba ante sus narices, con los cargos en la cuenta secreta que pensaba había logrado mantener oculta, los recibos…todo estaba todo.

Corrió entonces hasta el cuarto de sus hijos. La misma sensación de perfecta limpieza flotaba en el ambiente. Recordó los bultos que había creído ver la noche anterior y aquellos dos peluches fueron la respuesta. Demasiado grandes para caber en las maletas que faltaban en los armarios.

Llamó a su mujer, igual de asustado que furioso. El tono del teléfono sonó en su oído con la misma nitidez con la que él sentía que aquello no tenía sentido. Cada repetición de aquel tubo sonoro fue aumentando su incertidumbre, hasta que antes de saltar el buzón de voz que esperaba, la llamada fue cortada. Aquello le dejó sin habla. Miró el perfil del wasap de su mujer: “En línea”. Volvió a llamar preparando una defensa, un ataque, un arrepentimiento, una disculpa… pero la llamada volvió a cortarse. Escribió un mensaje, que de inmediato obtuvo el chequeo de entrega en la pantalla. Seguía “en línea”, pero no escribía. Volvió a llamar, y tan solo dos tonos lograron sonar enteros. Tiró el teléfono sobre la cama y empezó buscar en el armario. Los huecos eran ella, las fotos que ya no había en su cuarto y que eran ella, también habían desaparecido… El teléfono sonó iluminando la colcha de la cama. Se lanzó como una fiera sobre él, pero la voz fría, legal y serena que le habló, ya no era ella, nunca más lo sería.


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