La certeza del padre
Rafael siempre se había sentido especial. Seguramente influyera en su convencimiento, la máxima que su padre siempre les había repetido tanto a él, como a José, su hermano menor: - No importa lo que os digan los demás, vosotros sois especiales. Y lo cierto es que el hombre a su manera, tenía razón, porque ¿quién no lo es? Todos los seres humanos al observar y vivir la vida no pueden evitar sentirse únicos. Nadie puede escapar de su propio ser y dejar de verse como el único y real protagonista de su propia vida. Y solo ese hecho, es algo tan incuestionable que a nadie se le puede negar su singularidad. Pero para el padre de los hermanos no se trataba de algo tan simple y a la vez tan natural. Tenía la certeza de que ambos chicos estaban dotados de un algo, que no podía ni lograba definir y que los hacía verdaderamente extraordinarios. Por supuesto también había amor de padre en su apreciación, pero ni su mujer ni su familia lograron convencerlo nunca de que Rafael y José, eran dos buenos chicos, con grandes virtudes y algunos defectos, pero nada fuera de lo normal. Sin embargo tanta insistencia fue dando sus frutos. Y como si de un experimento psicológico se tratase ambos fueron creciendo con aquel firme convencimiento. El problema, para ellos, era conseguir encontrar dentro de cada uno aquella peculiaridad de la que hablaba su padre, y que el resto de sus amigos y compañeros no tenían. Para ello, para poder demostrar al mundo que ellos mismos también creían, se volcaban en todo lo que se proponían. Y lo que no conseguían con facilidad lo lograban con constancia. Aquella lucha inagotable con la vida y sus objetivos, podía haberlos convertido en perfectos enemigos, pero no fue así. Se apoyaban el uno en el otro como algo natural. Cada uno de ellos recurría al otro hermano cuando lo necesitaba, como si se tratase de una parte más de su cuerpo y como tal respondía el otro. Pero su fuerza vital y sus ambiciones los separaron cuando apenas contaban veinte años. Mientras Rafael recorría el mundo en busca de aquel algo especial que había en su interior, José se volcó en los libros para perseguir un conocimiento que devoraba con ansia. Aquella permanente búsqueda compartida que se había convertido para ambos en un objetivo vital, había arraigado de tal manera que la contemplaron como una separación temporal. Como algo que formaba parte del peaje de experiencias que ambos debían pagar para alcanzar aquella meta difusa en la que se había convertido su día a día. Como es lógico pensar, también hubo dudas, decepciones y fracasos que los hicieron replantearse aquella máxima paterna. Pero si en algún instante uno de los dos lo llegó a pensar, la inseguridad nunca logró su propósito. Aquellos espíritus fortalecidos desde la niñez, se recomponían ante la derrota y volvían a emerger más poderosos que nunca. Tras algunos años, el reencuentro de la familia los llenó de felicidad. Rafael y José se abrazaron al mismo tiempo que conocían a las mujeres con las que compartirían su vida. Poco tiempo después el padre murió. Lo hizo con una sonrisa en los labios y una duda en el corazón. Pues si bien, se despidió lleno de orgullo al contemplar a sus hijos tal y como había soñado. Su mente no había sido capaz de descifrar lo que su alma le gritaba. ¡Tenían algo que los hacía especiales!, lo sabía, pero no podía explicarlo ni mucho menos demostrarlo. Pero estaba ahí antes sus ojos, y nadie, ni siquiera su mujer, la madre de los chicos, podía verlo. Quizás ahora que abandonaba su cuerpo podría saberlo. Y aquella esperanza le hizo sonreír en el mismo instante en que expiraba. Los años transcurrían y Rafael no sabía con certeza, qué era en concreto lo que le empujaba a abandonar, cada vez con más asiduidad su ciudad. No podía establecer si era la suma de varios factores o uno en concreto, pero lo cierto es que sus proyectos fracasaban con desoladora facilidad; la relación con su mujer se consumía en una nueva frustración y lo que había empezado con un cariño mutuo y entregado, dio paso a una indiferencia, por parte de ambos, cada vez mayor.
Con su hermano sobre el papel nada había cambiado. Y el vínculo seguía tan poderoso como siempre, pero un invisible enemigo había aparecido en su espíritu. José nada sabía de la existencia de aquella nueva serpiente que había nacido en Rafael, pero el éxito del menor de los hermanos pesaba como una losa en el ánimo del mayor. Este aún no era consciente del crecimiento del mismo, pero estaba ahí y se iba mostrando en pequeños detalles, que surgían cada vez con mayor asiduidad. Cuando Rafael asumió su existencia y las consecuencias que traerían, decidió marchar. El resto de la ciudad lo observó como un viaje más, pero él sabía que no era así. Huía, y lo hacía siendo conocedor de que no podía ni sabía enfrentarse a lo que surgía de su interior y para lo que no tenía respuesta ni defensa. José lo abrazó con sinceridad fraternal en el muelle y durante esos instantes Rafael pudo apartar todo aquel veneno que lo consumía. Estrechó a su hermano con cariño y besó a su mujer con desgana sabiendo que de aquella travesía solo volvería triunfante. No cabía en su ánimo otro fin. Los años transcurrieron y nada se supo del mayor de los hermanos. Las noticias eran vagas y poco fiables; se le había visto en una revuelta de un país de nombre impronunciable; en las ricas minas de un rincón del mundo; junto a un sátrapa sanguinario… su nombre siempre sonaba en los muelles con una mezcla de admiración y mofa. Los viejos del lugar recordaban las frases de su padre, y las mencionaban con sorna cada vez que una boca pronunciaba una nueva aventura de aquel hombre tan “especial”. Aquellas burlas se congelaban en los labios cuando José hacia su aparición. Era el amo y señor de toda aquella región. Su éxito comercial lo hizo inmensamente rico en muy poco tiempo y con los bolsillos llenos y una ambición desmedida no tardó en acaparar todos los resortes del poder. No había decisión de importancia que no se le consultase ni hecho que se produjese sin su aprobación. Todo estaba bajo su control y nada ni nadie se atrevían a perturbar su ánimo. Solo la falta de noticias de Rafael oscurecía su existencia. Veía a sus hijos pequeños jugar a sus pies, mientras dirigía la vida y hacienda de todos sus convecinos, pero echaba en falta a aquella parte de si mismo con la que había crecido y a la que achacaba parte de su éxito. Lo necesitaba y quería tenerlo a su lado. Y en su interior eso significaba que lo tendría. Solo la muerte podría arrebatárselo. Lanzó a la línea del horizonte buques en busca de noticias. La espera entonces, se pobló de cartas de todas partes del globo siguiendo rastros, desmintiendo noticias y confirmando pistas, pero transcurridos varios años más, nada se sabía de su hermano. El mundo parecía habérselo tragado, pero José no cejó en el empeño y redobló sus esfuerzos. Tenía fuerza, riqueza y tiempo para lograr su propósito y no pensaba fracasar. Nunca lo había hecho. Rafael miró el puerto por última vez. Se prometió a si mismo que la próxima vez que lo viese todas sus expectativas se habrían cumplido. Ningún pensamiento oscuro surgió en aquel momento. Fue una liberadora sensación lo que se adueñó de su interior. Dejaba atrás todo aquello que no le dejaba avanzar; su continuo fracaso, su mujer, y aquel veneno que le consumía por dentro cuando estaba frente a su hermano. Pero en ese instante, observando cómo su ciudad natal desaparecía a lo lejos, con cada milla que el barco ponía entre él y su pasado, sentía como aquellas realidades que producían su angustia se deshacían con una esperanzadora facilidad. No tuvo ningún sentimiento de culpa, ni su conciencia le hizo el más mínimo reproche. Hacía lo que debía hacer y eso era un motivo lo suficientemente poderoso para sepultar cualquier queja que pudiese nacer en algún rincón de su alma. Además se sabía en esa edad perfecta, en la que la vida te ha dado experiencia, conocimiento y aún te sigue concediendo la fuerza de la juventud.
Durante la travesía caminaba por la cubierta con los andares de un borracho, mecido por las olas, curtido por el viento, y poniendo en orden las ideas que bullían en su cabeza. No huía sin un plan preconcebido, sabía hacia donde se dirigía. El destino lo conocían algunos, que como él, jamás lograban detener sus piernas en algo parecido a un hogar. Pero pocos tenían la determinación de abandonarlo todo en la búsqueda de aquel sueño que representaban aquellas minas. El viaje sería duro y peligroso. Pero a sus ojos, liberado de todas sus cadenas, eso no tenía importancia. La experiencia y el conocimiento del que presumía embarcado, poco le valieron en el momento que se enfrentó a su destino. Nada de lo que había conocido, ninguna de las vivencias que había experimentado hasta ese momento le había preparado para aquella barbarie. Aquel lugar se regía por unas leyes tan simples como implacables. Al llegar había que localizar un yacimiento para explotar. Comprado los derechos solo una razón aseguraba aquel trozo de trapo con ínfulas de documento: uno mismo. Mantener el secreto de lo logrado y la violencia para protegerlo, era la única fórmula para prosperar. Y si bien, no tuvo problemas para defenderse de los demás, aquella patina de fracaso que parecía cubrirle le trajo muy pronto la eterna conclusión; nada extraería de su concesión. Hizo entonces de la violencia su forma de vida. Se transformó en lo que otros no querían convertirse para defender su recién lograda riqueza. Para cambiar su interior y arrancar de él mismo lo que había aprendido de niño recurrió a su ambición y al deseo de lograr su objetivo. Aferrado a aquella máxima todo tenía sentido; acallar la propia conciencia, atravesar líneas una y otra vez, hasta perder la referencia de las mismas… todo. Todo tenía una respuesta ya que había un porqué. La fiebre con la que aquel territorio se había poblado, se diluyó con la misma velocidad con la que se abandonó. Y el inicial goteo de marcha, se transformó en poco tiempo en una corriente humana que huía de aquel lugar plagado de ambición y podrido ya por la codicia. Había fracasado una vez más. Lo asumía como una piedra más a sumar a su carga, cada vez más pesada y más difícil de digerir. Porque si bien hasta la llegada a aquel lugar conservaba su humanidad, al marchar de allí, sus sueños se veían poblados de recuerdos que eran difíciles de olvidar. Pero sabía, que no serían aquellas horribles imágenes las que le impedirían avanzar. Solo necesitaba un nuevo destino y en una turbia conversación, frente a ojos tan peligrosos como los suyos, lo encontró. Aquella mirada le mostró el único lugar hacia el que siempre había dirigido sus preguntas y que una vez más, le dio la respuesta; el mar.
Embarcado en una pequeña goleta, junto a un grupo tan desarraigado como él y del que solo conocía sus miradas tomó un nuevo rumbo. Y allí perdió los restos de humanidad que había logrado conservar en sus años en las minas. La vida a bordo lo convirtió en la peor versión de sí mismo y junto a un gigante de pocas palabras, llegó a ser el amo y señor de aquella embarcación. Su nueva vida comenzó a responderle; la goleta se convirtió en fragata, y las millas en las que su nombre sonaba con temor comenzaron a extenderse en aquellos mares. Consciente de todo aquello, sonreía ante lo que los días le deparaban. Su interior crecía de orgullo cuando observaba lo que sus acciones provocaban; el miedo, la admiración, la lealtad animal. Toda aquella humanidad y locura en la que se había convertido su vida lo elevaban a los altares y nada ni nadie parecían poder detenerlo. En aquella cúspide, su cabeza a menudo divagaba y recordaba instantes de su pasado. Entre todos, el más recurrente; la creencia de su padre. - ¡Vosotros tenéis algo especial, no lo dudéis nunca! Pensaba entonces en su hermano y se miraba así mismo, en su flotante reino de terror. Y le daba la razón al viejo. Ahora sí podía dársela. Cada uno en su mundo, lo había logrado. Seguramente su padre nunca habría imaginado que su certeza iba plasmarse en lo más despreciado de la sociedad. Pero la dura realidad es que así era, y a él no le importaba lo más mínimo. Se veía logrando su anhelo y eso era lo más importante, lo que daba sentido a su vida, lo que le saciaba y conseguía apartar de su espíritu la sensación de fracaso que el solo recuerdo de José le provocaba tiempo atrás. Pero aquel veloz ascenso se truncó en una mala jugada. Demasiados enemigos y pocas lealtades lo empujaron a una frenética huida en la que hubo de recurrir a todas las malas artes aprendidas con los años, para poder escapar. Poco pudo salvar de lo adquirido, confundieron su pista en un populoso puerto y la perdieron en una selva de donde creyeron no podría escapar. Pero lo hizo, y sus pasos lo llevaron de nuevo a vender su violencia en una rica plantación, de un perdido país donde la rebelión de los humildes estaba a punto de estallar. Y volvió a traicionar: fue cambiando de bando, siempre en el momento justo en el que su bandera se rendía. La revuelta lo aupó de nuevo a lo más alto. Y allí supo moverse entre las ambiciones y las traiciones para ser junto a su gigante el escudo y el puñal del tirano. Asentado en su nueva posición, sintió que una vez más lo había logrado. Y supo que en aquella ocasión no sería tan fácil volver a caer si actuaba con inteligencia. Su ambición estaba satisfecha, no debía ir a más. En aquella posición se sabía a salvo y todas sus aprendidas aptitudes las dedicó a mantener a su sostenedor en el poder. Pero transcurridos los años, el golpe llegó de donde no lo esperaba. Y aquel gigante con el que había compartido tanto, le demostró que también la pérdida de la ambición puede ser la causa de la caída. Se vio entonces solo, descubierto, vendido. Se orquestó la trampa, todos los ojos y las pruebas le acusaban y no pudo defenderse. Su caída esta vez fue perfectamente representada al desaparecer en la última de las celdas, en la peor de las prisiones a las que había condenado a todos los que había perseguido. Allí preso, traicionado y olvidado, se vio por primera vez en su vida completamente vencido. No veía ninguna esperanza, no encontraba un destino, la ambición había desaparecido y sin aquella fuerza extraordinaria que lo había levantado una y otra vez se sintió derrotado. Y entonces enfermó. “Querido padre:
Supongo que le extrañará que le escriba, ya que estimo que hace unos días ha debido recibir la carta mensual en la que le detallo como van aquí los negocios. Lo cierto es que me tiembla la mano, esta es la enésima vez que comienzo a escribirla ya que los nervios hacen que mis dedos no tengan la firmeza necesaria para tomar con fuerza la pluma. Pero no le demoro más la noticia. ¡Lo hemos encontrado! Por supuesto, no tengo que decirle que hablo de su hermano Rafael. Pero es que los acontecimientos se han precipitado en las últimas semanas. Como sé que usted sabe, desde la última perdida de aquella pista que parecía tan certera. Decidí encargarme yo mismo de la búsqueda de mi tío. Notaba que a usted cada noticia falsa le afectaba cada vez más, así que decidido a terminar con la chusma que hace de la desgracia ajena su forma de vida. Contraté a un pequeño ejército con su correspondiente armada, y con fondos ilimitados que, de la misma manera que rastreaban todo el planeta, alejaban a los avisados de intentos fraudulentos. Uno de sus capitanes, llegó al puerto de una pequeña capital en la que un tirano acababa de morir. Como suele suceder; donde antes había cerrojos ahora había ventanales; donde la seguridad era máxima ahora campaba la anarquía; los que antes trabajaban a las ordenes del muerto, ahora renegaban de él; los que habían escritos cartas y poemas en su nombre, escupían su recuerdo y eran los abanderados de los nuevos movimientos…nada nuevo bajo el sol. ¿Nada?, ¡todo padre! En la anarquía no hay orden y al cabo de mucho desorden llega una mayor pobreza, y tras la pobreza las lenguas se desatan y el dinero compra todo. Inclusive información sobre un prisionero del que nadie recordaba nada y que el más viejo de los carceleros ya conocía preso. Nuestro capitán pudo verlo. Me dijo que era un conjunto de huesos y pelos que solo murmuraba. Pero ante las preguntas, sus respuestas, aunque susurrantes daban una tras otra en el centro de la diana. No pudiendo creer su hallazgo y temiendo hacer nacer una nueva falsa esperanza, me escribió solicitando más información. Y nervioso como un niño se la envié en el mejor de nuestros barcos. Padre, la respuesta llegó tras los días más largos que he vivido nunca. Le veía trabajando a usted y me moría por decírselo pero… ¿y si de nuevo era otra mentira? ¡Pero no! Cuando usted se marchó a la embajada que le ocupa ahora. Al poco de enviar yo mi carta, llegó la nave. Hice sonar todos los cañones de las fortalezas, las campanas de las iglesias. Abrí nuestra bodega y convertí la ciudad en una fiesta. Los niños y los jóvenes no comprendían nada, pero a esas edades… ¿a quién le importa el motivo? Si bien la alegría era máxima, tampoco puedo engañaros padre. El capitán me informó que vuestro hermano había enfermado, más si cabe, al salir del presidio. Y durante toda la travesía habían temido por su vida. Pero llegó padre. Ahora está en la mejor de sus camas. Su aspecto aún es cadavérico pero confiamos en que los cuidados que le dispensamos lo repongan poco a poco. ¡Vuelva cuanto antes, padre, está aquí en su propia casa, lo encontramos, lo encontramos!” José tuvo que leer varias veces la carta. Primero la emoción y luego las lágrimas le impidieron poder disfrutar de la lectura de la noticia que llevaba esperando media vida. Alzó la voz, y varios acudieron a su grito. Dio la orden, y en menos tiempo del esperado se terminaron los preparativos de su marcha. La ciudad había vuelto a estallar en una improvisada fiesta cuando supo que la comitiva entraba en sus calles.
Ahora en cada casa, gente de toda edad y condición conocía la historia y la llegada del amo y señor de aquella región, significaba un logro más, quizás el último y el más insuperable en su carrera de éxitos. Porque aquella historia lo había hecho entrar en las leyendas del país. Ya que, si había conseguido rescatar a su hermano de las mismas fauces de la muerte, de un presidio guardado por demonios, ¿qué no podría lograr? José ya no era un señor más, era la encarnación de un poder que no conocía rival. Los frailes amenazaban por las frases que escuchaban, pero en aquellos días, la idolatría campaba por la ciudad sin que nada ni nadie pudiesen detenerla. El carro no se sabía si avanzaba por la fuerza de las bestias o por la presión que sobre el mismo ejercía la masa exultante que lo rodeaba y que quería compartir con su amo la felicidad de aquellos instantes. José sonreía ausente. Su gozo y satisfacción interna, salpicada de ansia por llegar, contrastaban con aquella apabullante muestra de cariño que jamás había recibido. Pero tampoco le importaba, la observaba como el necesario sonido de su alegría. La llegada debía ser así, estruendosa e incontrolable. Su hermano debía sentir que su vuelta era una total plasmación de la felicidad. Y nadie podía negar que así fuese. Los foráneos que pasaron en aquellos momentos por la ciudad, contaron su experiencia hasta el fin de sus días, tal fue lo que vivieron. Bajó del carro y las puertas se abrieron a su paso como si una mano invisible previese su llegada. Las sonrisas acompañaban a las reverencias y los más cercanos, se atrevían con palabras a manifestar su satisfacción. Su hijo salió a su encuentro bajando por la regia escalera de mármol en la que desembocaban los portones de acceso. Su rostro fue el único que no mostraba lo que debía reflejar. José se paró un instante, tomó aire, bajó la cabeza. Volvió a mirar a su hijo y buscó de nuevo el gesto que debía encontrar, pero no estaba; - ¿Qué ha ocurrido? La voz sonó tan rota, tan vacía, tan necesaria de consuelo que su hijo supo de inmediato que no era esa la expresión que su padre esperaba y con una reconfortante sonrisa le contestó; - Tranquilícese padre. En estas semanas la recuperación ha sido asombrosa, cuando llegó pensamos que la muerte era una posibilidad a contemplar. Pero ahora… ahora… parece un milagro… La falta de aire, no le dejó pronunciar las innumerables preguntas que brotaban en su mente. Con toda la velocidad que le permitían sus viejas y cansadas piernas subió los últimos escalones hasta el pasillo principal. Las fuerzas reaparecieron, surgiendo de lo más hondo de su alma y cuando tomó el pomo de la puerta respiró con tanta fuerza que no escuchó la frase de su hijo a su espalda; - Padre, esperad, he deciros algo más… Pero no había ningún sonido en la tierra que pudiese llegar a su cerebro. Una penumbra flotaba en la habitación. Con los ojos húmedos por la emoción cerró la puerta y solo, avanzó hacia la silla en la que su hermano descansaba observando la bahía a través del ventanal. - ¡Rafael!- Gimió más que habló el más joven de los hermanos. El sentado escuchó aquella voz como un si un cañonazo se hubiese disparado a escasa distancia. Giró su cabeza y se levantó con agilidad. José, se acercó aún más. Y su felicidad se convirtió en sorpresa y unos instantes después en desconcierto. - ¿Qué broma es esta?- Masculló. Rafael estaba ante él y le sonreía. Era su hermano, no había la más mínima duda, pero lo diabólico de la imagen es que no era otro anciano el que tenía ante sí. Más de media vida después, el mismo hombre del que se había despedido con un fuerte abrazo en el muelle, se acercaba hacia él con aquella sonrisa que recordaba con total nitidez. No había restos de su paso por la vida; nada del transcurso de los años; del padecimiento sufrido; de las heridas recibidas. La misma juventud con la que lo vio por última vez, estaba ante él y abría sus brazos para estrecharlo. Ambos hermanos se acercaron el uno al otro, examinaron sus rostros con el mismo gesto de sorpresa, redescubriendo cada uno de los rasgos, que la gente que se conoce desde niño, puede encontrar con tanta facilidad. Eran ellos, ninguno podía dudarlo. Por un instante, dejaron de lado todo el desconcierto y se abrazaron. Alguien llamó a la puerta, pero a la vez que José ignoraba los golpes con silencio autoritario, Rafael acercó otra silla al ventanal. Frente a frente volvieron a observarse sin comprender nada.
- No; no me pidas respuestas José; no puedo dártelas. Solo puedo afirmarte que he despertado de una pesadilla que ha durado una eternidad. Eres la primera persona con la que habló desde que aquel capitán me sacó de la oscuridad. Los primeros años, pensé que en algún momento me liberarían de mi encierro para ejecutarme, pero pronto me di cuenta de que se habían olvidado de mi. Nadie lucharía, porque yo nunca lo hice por nadie. Así que supe que moriría entre esas cuatro putrefactas paredes, rodeado de ratas y humedad. Pero no sucedió, mis ojos y mi cuerpo se acostumbraron a aquel tormento y al ver que la muerte no me encontraba, salí en su búsqueda. Y decidí morir de hambre y sed. Pero ¿sabes que la vida puede abrirse paso en tu mente a pesar de que uno mismo quiera evitarlo?... cuando estaba más débil, cuando ni siquiera tenía fuerzas para pensar. Era mi propio cuerpo el que se arrastraba hasta la puerta de mi celda y comía y bebía por mí. Así que siempre sobrevivía, pese a que lo intenté una y otra vez. Y en esa lucha en la que la vida siempre ganaba, yo perdía. Volvía a intentarlo y así pasaron… no sé cuantos años. Pero ahora veo que más de media vida. Toda una vida, toda nuestra vida…. Calló y al bajar la cabeza observó sus fuertes manos de hombre aún joven. Las levantó y tras ellas, observó el decrepito rostro de su hermano. José no dijo nada, su mirada estaba clavada en aquel hombre salido de un inframundo que no quería ni podía imaginar, de un lugar en el que, por una razón incomprensible, el tiempo no había avanzado. Pero había sido su hermano, no tenía la menor duda sobre eso… la cuestión era saber si aún lo seguía siendo. En su mente no había lugar para sus creencias, sus ojos le ofrecían algo para lo que no tenía respuestas y todo su mundo, toda aquella inmensidad que había logrado en una vida se veía amenazada por un deseo que una vez logrado solo quería hacerlo desaparecer. Se sentía responsable de haber abierto una puerta que debería haber permanecido cerrada, pero ya no tenía fuerzas para hacerlo. Rafael, vio en los ojos rodeados de arrugas un brillo desconocido, poderoso, temible. Ya no estaba dispuesto a rendirse más, pero aquel era el único ser sobre la tierra al que jamás se enfrentaría. - No quiero nada de ti hermano. No puedo entender que ha ocurrido. Solo quiero marcharme. Y solo hay un lugar en este mundo en el que no me sentiré un extraño. El único lugar donde no tiene importancia que el tiempo no pase. Las horas pasaron y liberados de la tensión del presente, rememoraron el pasado. Y en cada recuerdo, en cada detalle que José escuchaba la sospecha del engaño desaparecía de su mente confirmando la realidad de lo que sus ojos veían. Rafael estaba ante él. Y pensaba marchar no decía adonde y el tampoco lo preguntaba. Y ahora que sabía que volverían a separarse para siempre. Ahora que era consciente que en su hermano la vida no respetaba las reglas que regían para el resto de los mortales, su mirada se fue desprendiendo de la sorpresa inicial y la sospecha posterior, para humedecerse por la emoción que la noticia de su llegada le había producido. Cuando había pensado con que se encontraría con ese alguien tan añorado, que le acompañase los últimos años que le restaban de vida. Un igual, un coetáneo con el que compartir todo, no aquel hombre lleno de la fuerza de la vida que siendo su hermano, no lo era. Sus miradas se separaron y Rafael observó el mar, una vez más el mar, siempre el mar. El único lugar donde no tiene importancia que el tiempo no pase. La despedida fue tan dura como lo es cuando se tiene la certeza de que es para siempre, que es la última, que ya no habrá un reencuentro. En los ojos de los dos hermanos, ya no había desconcierto por las imágenes de aquellos rostros separados por media vida y que provocaban preguntas sin respuesta posible.
José lo vio alejarse en el mejor de sus barcos. Su hermano no tendría que preocuparse nunca por su futuro. Sus hombres de leyes habían hecho posible, con aquellas telarañas documentales, que aquella fuente de riqueza fluyese siempre hacia Rafael sin importar el tiempo que transcurriese. –La civilización siempre necesitará construir, ahora y dentro de cien años- le dijo mientras el hombre al que miraba el anciano pretendía rechazar su oferta. – No entiendo nada, no sé qué ha ocurrido, pero yo nunca permitiría que mi propio hermano pasase necesidades si puedo evitarlo. Por favor, hazme el regalo de aceptar mi oferta-. Al igual que había hecho tantos años atrás, Rafael miró aquella costa que había sido su hogar con la misma tristeza, pero sin aquel ambicioso espíritu con el que la había abandonado tantos años atrás. Ahora su futuro se confundía con el rumbo a tomar y la inquietante realidad de su propia existencia. Vagó por los mares; descubrió lugares a los que nadie había llegado; convivió con razas que le hacían dudar de la humanidad; se encerró durante años en lugares santos; devoró libros, idiomas, placeres y también volvió a encontrarse con el amor. Pero este no podía sostenerse, transcurrido el tiempo moría en sus brazos o aparecían miradas que le reprochaban su imperturbabilidad. Y volvió al mar. Desde allí, sintió el paso del tiempo al cruzarse con buques de hierro que crecían con cada luna, hasta parecer ciudades. Desde el cielo, gigantes voladores le sobrevolaron mientras sus ojos, perennes testigos de toda aquella modernidad seguían asombrándose con cada innovación que los decenios traían. Una mañana reconoció bajo una hilera de altos edificios, la costa que le traía sus primeros recuerdos. Viró el timón y se adentró en aquel puerto tan cambiado del que solamente reconocía las aguas y las peñas. Desembarcó y deambuló por las calles. Apenas unas pocas construcciones mejor conservadas que la última vez que había pisado aquella ciudad, se mantenían en su lugar de origen. Observó a la gente buscando en sus rasgos algún gesto conocido. Y de pronto lo vio; en mitad de un parque donde Rafael conoció un mercado. Rodeado de bancos ocupados por ancianos que alimentaban a las palomas y vigilando a los niños jugar; vio de nuevo a su hermano. No había lugar para la duda. En un alto pedestal, como un coloso, forjado en bronce y con aquel gesto autoritario que él no conoció, José se erigía en mitad de la plaza. Leyó los logros que le atribuían y se enorgulleció. Su padre tenía razón; José había sido un hombre extraordinario. Él era una anomalía, por alguna razón que seguía sin poder responder a pesar de todo el saber que su cabeza atesoraba, se había convertido en un ser “especial!”, … como decía su padre. Sí. Lo era, ¿pero qué había logrado en tantos años vagando por la tierra? Ni siquiera había aprovechado aquel don. Su hermano en una tercera parte del tiempo que él había vivido, había transformado su mundo. Pero… ¿y él, qué había hecho él…? Probablemente tuviese más conocimientos que la mayoría de los hombres, sin ninguna duda tenía más experiencia que toda la humanidad, y pese a ello, nada había transmitido. De todo aquel acaparamiento de saber era él, el único beneficiado. Era como un viejo tesoro escondido que nadie encontraría nunca. ¿Podía existir algo más inútil?, nadie podría disfrutarlo y lo que era aún peor ni siquiera lograrían descubrirlo porque no existían mapas que llevasen hasta su escondrijo. Volvió a mirar a su hermano y la cabeza de la estatua pareció girarse para gritarle aquella verdad. La angustia le fue inundando y de pronto, una punzada desconocida atravesó su pecho. - ¿Qué era aquello? Nunca había experimentado algo semejante, jamás había estado enfermo. Sin embargo ahora notó como su vista se nublaba y sus piernas temblaban. Quiso alcanzar el banco más próximo pero su cuerpo no obedeció. - ¿Se encuentra bien? – escuchó decirle a alguien antes de perder la conciencia. Al abrir los ojos se vio en una sala blanca con mucha luz, demasiada luz. - ¿Dónde estoy?- murmuró. Una voz femenina, cálida y profesional le fue desgranando su desmayo, el traslado al hospital y la imposibilidad de encontrar un contacto al que avisar. - ¿Qué me ha pasado? Ella continúo hablando en un tono más serio. Como si le estuviese regañando: - A su edad tiene que cuidarse. Los análisis son para preocuparse… Continuó desgranando datos, dietas, recomendaciones, prohibiciones y mientras lo hacía, Rafael se fue incorporando y vio su imagen en el reflejo de un cristal. La sorpresa le hizo alterarse, nerviosamente pidió un espejo, y ante el silencio dubitativo de la doctora, la enfermera se lo trajo. Al mirarse en él vio como su rostro, ¡por fin!, su perpetuo rostro de hombre joven se había ajado. Aún no reflejaba la decrepitud que había visto en su hermano, pero el paso de los años ya dejaba su huella. No había respuestas médicas a su longevidad, indudablemente el tiempo transcurría más lentamente para él, quizás porque arriba se habían olvidado de él, o porque su organismo presentaba alguna patología desconocida, pero aquel cambio, aquella muestra de humanidad le reconfortó y le hizo despertar de aquel sueño eterno. Porque era un principio, había ya una continuidad, y también había un final. Ahora lo sabía, su tiempo se consumía y lo que le quedase, lo poco o mucho que siguiese en este mundo sabría aprovecharlo. Sería el engranaje especial y necesario para que cualquier otro ser humano, pudiese hacer valioso todo el tiempo que él había permanecido en la tierra. |