El cielo azul
El sonido de las pisadas hacia más gris la entrada del pelotón, y es que los sonidos también tienen colores. Cada bota, haciendo resquebrajarse en el suelo el trozo de una ventana arrancada por las explosiones, era igual de gris que la niebla que a esa primera hora de la mañana flotaba sobre la aldea. Los murmullos de los soldados advirtiéndose ante cada puerta, eran tan grises como las piedras de los muros. Incluso el silencio, ese aterrador silencio que se había adueñado hasta de los animales de los corrales, era terriblemente gris. El pelotón, como el agua del suelo, se fue filtrando entre las paredes. Los soldados entraban y salían de cada chamizo con el gesto tenso, conscientes de que en cualquier momento, desde cualquier esquina una gris detonación, podría hacerles besar el suelo sintiendo como el rojo se escapaba entre sus manos. No era posible que hubiese roto el cerco. Sabían que cojeaba y lo habían visto perderse entre las primeras casas. Y allí no había nadie para ayudarle. Todos habían huido, ¿quién no lo haría, ante la enésima locura fratricida de la historia de la humanidad? Para los soldados, encontrarlo suponía un doble éxito; primero, lograr cumplir las órdenes transmitidas de manera constante por medio de gritos: Y segundo y más importante, aquello por lo que todos se afanaban, era saber que atraparlo traería consigo lo que hacía días anhelaban; el descanso. Y al entrar en muchos de aquellos hogares abandonados, tras constatar que no caerían por una cuchillada o un tiro a bocajarro. Entonces lograban relajarse, disfrutaban unos minutos y sus ojos se detenían, en los camastros o en los hogares flanqueados por montones de leña, que podrían encenderse para pasar una noche frente al fuego y a cubierto. Y eso, solo eso, después de semanas, era más importante que cualquier objetivo militar. Por eso no entraban en aquella aldea como solían hacerlo, en su búsqueda había el cuidado de aquel que sabe que en muy poco tiempo saboreará lo que lleva tiempo esperando. La tensión iba en aumento, apenas quedaban un par de establos por inspeccionar y aquel no aparecía. El oficial al mando aseguraba que no había podido escapar. Lo que suponía un nuevo registro de toda la aldea. Y después de una noche combatiendo, cualquier minuto añadido de tensión se sentía como una condena que se prolongaba sin motivo. ¡Había que encontrarlo! La lluvia se unió a la escena, y su ruido cayendo sobre los techados de heno, empapando las guerreras y los rostros del pelotón también presentó un aspecto grisáceo. La búsqueda se hizo entonces más exhaustiva. Un tiro sonó en la entrada del pueblo, y todos los soldados salieron al encuentro de aquel ruido que significaba el final. Pero fue una falsa alarma. Un recluta que apenas llevaba unas semanas en el frente se había dejado caer de sueño apoyado en una pared, y en su momentáneo descanso el dedo índice había disparado el fusil. Al menos ahora todos sabían quién sería el dueño de la primera guardia. Ojos agotados por horas de lucha y falta de sueño, se plantearon de nuevo la intensidad de la búsqueda. Y lo que antes se había respetado, comenzó a perder la protección que el futuro disfrute le había otorgado. Y las botas rompieron y las culatas quebraron, mientras las voces de mando de volvían más irritantes y la frustración convertía aquella aldea vacía en un frenético y desquiciante baile de uniformes que giraban de un lugar a otro sin orden ni concierto. De pronto una voz, trajo la sonrisa a todos aquellos rostros.
Y las fangosas calles de la aldea se inundaron de un chapoteo rápido y numeroso que corría en dirección al grito de alarma. El oficial respiró aliviado al escuchar los gritos. Habían pasado unos días terribles, demasiada muerte, demasiado sufrimiento, pero su principal alivio era pensar que al menos aquella noche podrían descansar. Estaba agotado: todos lo estaban.
Se cruzó con el recluta que había disparado su arma. Los ojos del chico lo miraron con satisfacción por la captura, pero la respuesta del mando le hizo recordar de inmediato su error y las consecuencias que tendría. Él no sería de los que disfrutaría, en las primeras horas, de aquella tregua sobrevenida y lo sabía. La seca mirada del oficial le hizo caminar con menor velocidad para quedarse atrás. Le hubiese gustado correr para llegar hasta la aglomeración de soldados que rodeaban al prisionero, pero sus ganas por disfrutar de la captura eran menos que el riesgo de compartir su caminar junto al capitán. Lo encontraron dentro de un barril; acurrucado, dolorido, asustado… y las horas de búsqueda no les hicieron ser clementes. Lo sacaron a golpes, sin respetar la herida de la pierna; amontonándose a su alrededor a medida que los gritos hacían llegar al resto del pelotón. Los insultos arreciaron cuando cayó al suelo gimiendo. Las pesadas botas hicieron los golpes más brutales y un grito agudo se escapo del magullado cuerpo. Con la llegada del sargento hubo un fugaz momento de calma; tan solo el instante que este tardó en ocupar su posición en la circunferencia desde la que junto al agua, llovía violencia sobre el bulto. Lo levantaron y le arrancaron el pasamontañas. Y justo en el momento en el que el capitán se abría paso entre las filas; un rugido animal surgió de lo más profundo de la mayoría del círculo que servía de prisión y de tortura. Casi todas las mujeres soldados y algunos hombres, tras unos segundos de sorpresa, se marcharon al ver en la cara del prisionero el rostro de una joven, casi una chiquilla, con los labios temblando por el frío y el dolor, y la mirada perdida pero retadora. Todos sabían lo que aquello significaba. La barbarie se había instalado en aquel conflicto, si es que en alguno no lo hace, y las prisioneras además de sufrir el mismo maltrato que sus compañeros, padecían lo que la mujer lleva padeciendo desde que el hombre es bestia y la bestia es hombre. El silencio fue más violento que los golpes. Las sonrisas lascivas la acompañaron, mientras se la llevaban manoseando su cuerpo hasta la casa que se había elegido como centro de mando. Tan solo tendrían que esperar, ella tendría que superar el interrogatorio de rigor; quizás, que el capitán y el sargento se divirtiesen un poco y después sería toda suya. El descanso se presentó entonces más atractivo. Había que recuperar fuerzas. Y ya no como un alivio por lo sufrido, sino como un instrumento de disfrute con lo capturado. La encerraron en una pequeña despensa, que más era una cueva que una estancia construida por humanos. Ella sabía lo que se avecinaba, lo sabía porque lo había presenciado en sus filas. Y solo esperaba que no sufriese demasiado, que el dolor no fuese irresistible. Contaba con sentir, asco, miedo y desesperación, pero pensaba que eso podría soportarlo antes de morir. Podría evadirse hacia imágenes que le hiciesen despedirse de este mundo sin sentir tanto odio como sentía en aquel preciso instante. Pero si el dolor era insoportable, sabía que no habría opción a huir mentalmente para refugiarse los últimos segundos de vida en el mundo en el que hubiese soñado vivir. Escuchó risas al otro lado del madero que hacía de puerta y respiró hondo. El capitán sonrió satisfecho cuando sintió el fuego de la rustica chimenea transmitir calor a toda la estancia. Cenado y con ropa seca se arrellanó en la mejor silla que encontraron en el pueblo y ordenó que le trajeran a la prisionera. La observó con detenimiento y sin darle tiempo a pensar, comenzó el interrogatorio. Ella contestaba con frialdad militar. Sabía lo que podía y lo que no podía decir pero en aquellas circunstancias era muy poco, o casi nada, lo que debía ocultar. El sargento entró en silencio, colocándose a su espalda sin que ella notase su presencia y a un gesto del capitán la golpeo con violencia. Su grito de dolor y sorpresa hizo reír a los dos hombres, y entonces ella comenzó a sentir que no podría evitarlo. No había entrenamiento posible para aquella situación, todas sus ilusiones de resistencia se desmoronaron y sintió brotar de su interior una terrible angustia que humedeció sus ojos. Trató de evitar las lágrimas y se llevó las manos a su cara para detener el lloro. El sargento alzó de nuevo el brazo y cuando iba a descargarlo sobre la prisionera una mirada de su superior detuvo el gesto en el aire. El verdugo levantó los ojos buscando una respuesta y al hacerlo supo que algo no marchaba bien. La sonrisa del capitán se había congelado. Miraba a la prisionera con ojos escrutadores, como si tratase de extraer de su imagen una respuesta que solo una extremada observación podía obtener. Lo hizo durante unos segundos eternos, el tiempo en el que el golpeador esperaba nuevas órdenes.
Ello no pudo resistir su mirada, no quería provocar una ofensa nueva al cruzar sus ojos con aquel. Los bajó y los clavó en el suelo, aterrada por lo que estaba por venir. No había ni un solo resquicio para la esperanza y aquella certeza formaba parte de la tortura que se avecinaba. A un nuevo gesto, el puño descendió de nuevo; salvaje, violento, desgarrador. Y el dolor la hizo buscar, de nuevo, el estéril alivio de llevarse las manos a la cara para tratar de contener las lágrimas. El sargento sonrió al ver como lograba, una vez más, el derrumbe de una de sus víctimas. Levantó la mirada buscando una aquiescencia en la continuación de su obra, e interpretó en la máscara que se había transformado el rostro del capitán, una autorización. Deleitándose en su crueldad, decidió que no debía maltratarla demasiado, conocía formas para doblegar en las que no había necesidad de producir daños en el cuerpo. Al menos en las partes que querían disfrutar en apenas una horas; primero su superior y luego él. Gritó preguntas para las que no había respuestas, mientras sentía a la aterrada prisionera a merced de su voluntad. Aquello era lo que más placer le proporcionaba; saborear la rendición de sus torturados mucho antes de que ellos supiesen que se iba a producir. Rasgó las ropas y un pecho casi infantil se mostró ante los dos hombres; la excitación de la visión produjo una carcajada en el sargento. Pero solo escuchó su risa entre aquellas cuatro paredes y entonces giró la cabeza buscando una respuesta al silencio del capitán. Seguía ahí con aquella inefable sonrisa, con la mirada clavada en la primera imagen; la que había removido su interior. La que lo había llevado al pasado, antes de que aquella chiquilla y el sargento hubiesen nacido. Cuando era un hombre como los demás; con sueños, con frustraciones, con quereres… A un mundo que entonces, desde el calor de las conversaciones se condenaba, y al que ahora hubiese vuelto sin dudarlo para construirlo desde dentro. Un mundo que habían destruido. A una calle que desembocaba en un mal cuidado parque infantil, donde el cielo ponía la decoración con su tono azul que parecía eterno y en el que había observado a sus hijas jugar de niñas. Una calle de una ciudad a la que hacía demasiado tiempo no volvía; de la que hacía demasiado tiempo no sabía nada; y a la que soñaba regresar todas las noches. Porque en aquellos sueños, veía a sus hijas ya no tan niñas; sonreía enternecido cuando le contaba sus ilusiones, cuando le hablaban de sus desamores. Y en esos momentos en los que le abrían su corazón, cuando las lágrimas asaltaban sus ojos, se llevaban las manos a la cara para contener el llanto. De la misma manera que aquella chiquilla aterrada y magullada, que estaba frente a él y frente a aquella bestia, que ejecutaba sus ordenes más crueles con obediencia sádica. Al sargento no le importó aquella máscara, ni aquel silencio. Había llegado al momento en el que su víctima, cumpliría cualquier orden sin que tan siquiera tuviese que levantar la mano. Buscó un lugar donde tumbarla y con un grito la hizo caminar hasta allí, mientras le arrancaba las pocas prendas que aún cubrían su cuerpo, sonriendo de placer al observar su docilidad. Unos pasos conocidos sonaron a su espalda y se giró preparado para observar como el capitán comenzaba la fiesta. Pero al observarlo supo que no sería así, al menos aquella noche no habría reparto del botín. Y eso nunca había sucedido. Ni siquiera le miró cuando le ordenó salir. Volvió hasta la mesa y de espaldas al sargento, cuando este respondió, levantó el tono repitiendo la orden.
Apenas tardó unos segundos en obedecer, su mente no comprendía, pero la costumbre adquirida después de tanto tiempo, le hizo girarse como un autómata y salir al exterior. El capitán tomó su manta y la tiró al bulto que se acurrucaba en una esquina. Unas manos temblorosas la recibieron con ansia y haciéndose un ovillo aguardó unos segundos a que comenzara el principio del final de su tortura. No habría opción a huir mentalmente, a refugiarse en ese mundo en el que le hubiese gustado vivir, o al menos imaginar, antes de que todo acabase: ahora ya lo sabía. Pero aquella tela cubriéndole el cuerpo dolorido y el alma ultrajada, le sirvió como el perfecto oasis en el que descansar, antes del terrible capítulo final que le esperaba. Afectado por la imagen, acercó una silla a la muchacha y se sentó observando el resultado de los golpes. Lo había visto demasiadas veces, lo había hecho en incontables ocasiones, pero aquellas manos cubriéndose el rostro, no le dejaban huir del viaje en el tiempo que el gesto había provocado. Los días en que tenía principios; en los que había respeto en su conciencia; cuando aún reconocía en sus semejantes a otro ser humano. Se preguntó en qué momento, todo aquello había desaparecido y no pudo discernir el punto exacto. Intuyó el principio, pero el resto, lo que vino después ya no lo podía delimitar. Era como una constante e imparable avalancha de pérdida de humanidad continuada. En la que el odio, ese estúpido odio que lo había consumido, se había llevado todo por delante. Y ahora tenía ante sí, a una chiquilla más joven que sus propias hijas. Y viéndola arremolinada en su terror, entregada a su suerte y sin un ápice del orgullo que mostró en el momento de la captura, supo que si levantaba aquella manta el rostro que vería, sería el de una de ellas; los ojos que lo acusarían y la voz que suplicaría serían terriblemente familiares… El sargento se acomodó contra la pared a la espera de escuchar lo que ocurriría en los próximos minutos. Era extraño, pero, ¿qué no lo era en aquellos tiempos? En ocasiones todos necesitaban algo diferente para poder sobrellevar aquella vida. Observó el cielo; por primera vez en semanas las estrellas se dejaban ver. Como el propio país, la superficie del mismo se había partido por la mitad, y ahora las nubes parecían huir perseguidas por la claridad de un nuevo firmamento. Quizás eso fuese la premonición de que la victoria estaba más cerca. Tampoco le importaba demasiado; no estaba muy seguro de comprender los motivos por los que estaba en aquel bando y no en el otro. Pero sí sabía que aquella vida le permitía saborear lo que muchos soñaban y pocos disfrutaban. Porque el poder, ese poder sobre otros semejantes que dan las armas, era el mejor descubrimiento que aquella locura le había traído. Era un buen soldado, sus galones así lo atestiguaban, y el enemigo no podía de esperar de él más que muerte, sufrimiento… y por supuesto, en noches como aquella; sus prisioneras también le proporcionaban diversión y placer. Nada se oía del interior y no lo comprendía. Era extraño, el rostro del capitán, al ordenarle salir, no era el que él conocía, su voz también era distinta. Y aquel silencio le hacía ver que sus impresiones no andaban desencaminadas. Algo raro estaba ocurriendo en aquella cabaña. Pero se resistía a pensar que el hombre que le había convertido en el mejor soldado de la compañía, pudiese tomar una decisión contraria a los fundamentos de aquella guerra. El tiempo transcurría y nada ocurría. Quería pensar que se equivocaba, pero con cada minuto que pasaba, con cada espacio del cielo que las estrellas ocupaban, con cada nube que se perdía en el firmamento, crecía en su interior el convencimiento de que no permitiría que ocurriese nada distinto a lo que debía suceder. El sol le golpeó en el rostro como una mano amiga. No sabía cuánto tiempo llevaba dormido pero no podía haber sido mucho. La chica seguía frente a él, oculta bajo la manta, como si aquel trozo de tela pudiese protegerla de todo aquello. Todos los pensamientos que le habían asaltado antes de caer rendido, volvieron a su mente con la misma intensidad, pero los alejó de un mental manotazo. Tanto tiempo tomando decisiones inhumanas, le habían descubierto habilidades que sus hombres calificaban de crueles. Pero que él sabía no tenían nada que ver con la crueldad, eran más una necesidad. La imperiosa necesidad de poder apartar de la cabeza, aquellos pensamientos que no le dejaban actuar con la suficiente claridad que precisaba un cargo como el suyo en un frente como aquel. Se levantó de la silla y todos sus huesos crujieron como si hubiese estado encerrado en una caja de pequeña dimensión. Se asomó al ventanuco y lo que vio le recorrió todo su cuerpo como una corriente eléctrica. El cielo; ese cielo que durante días había estado cubierto por una capa desoladora y gris, se mostraba con un azul demasiado familiar, con aquel color que había cubierto su vida en los mejores momentos de la misma. Sintió una alegría revitalizadora y tuvo el deseo de salir a contemplarlo, de sentirse bajo su amparo para que le trajese imágenes que, por si solas, eran difíciles de rescatar de su memoria. Se giró hacia la puerta y al abrirla; en el mismo movimiento, vio el bulto tembloroso, y las piernas del sargento, tirado, guardando la puerta. La volvió a cerrar y se quedó unos minutos contemplando aquel cielo y las sensaciones que le transmitían le hicieron tomar una decisión. La misma a la que había llegado envuelto en oscuridad hacía apenas unas horas, en el momento en el que su cabeza había dicho basta y se había derrumbado sobre su pecho.
El sargento abrió los ojos. A su mente tardaron unos segundos en llegar los recuerdos de la noche anterior, sonrió ante lo que, esa mañana sí, ya le esperaba sin ninguna duda. El día era magnifico; todo aquel pueblo parecía otro bajo aquella luz. Giró la cabeza y observó la puerta entreabierta. Se levantó de un salto y al contemplar la estancia vacía, recordó el eterno silencio que se había producido desde que su superior le había ordenado salir hasta que se había dormido. Salió a toda prisa y tras unas zancadas en varias direcciones, sus ojos los contemplaron en medio del bosque, dirigiéndose a la tierra de nadie. El capitán volvió la vista atrás y observó que el sargento ya no estaba tendido junto a la puerta. Lo buscó y lo observó avanzar hacia él rápidamente, con el arma en ristre y varios soldados a su espalda. En pocos minutos los alcanzarían. Sabía que no podía ordenarle nada distinto a lo que llevaba haciendo tanto tiempo. Aquel joven era como una bestia domesticada; todos sus instintos estaban dirigidos hacia la vida salvaje, dentro de ella obedecía y actuaba, fuera de ella era incontrolable. No quedaba tiempo. El capitán acarició la cabeza de la chica y notó en ella un estremecimiento. Pero no fue su gesto el que se lo provocó. Ella también estaba absorta contemplando el cielo, sus ojos se perdían en la inmensidad de su espacio y de su color. Y allí volando, lejos de aquel mundo de dolor y sufrimiento que llevaba padeciendo los últimos años de su vida, comprendió que era la perfecta oportunidad de encontrar un medio de evasión: estaba allí, sobre ella, ante sus ojos, solo tenía que dejar atrás su cuerpo y elevar su mente hacia aquel cielo azul brillante por el sol. Unos pasos se oyeron a la espalda de ambos y un rugido acompañado del ruido que provocaban las pesadas pisadas, trajeron el miedo de nuevo a su cuerpo: Pero entonces, escuchó la cálida voz del capitán que la empujaba hacia arriba; - Vuela, pequeña, vuela. Y un disparo rompió el silencio de la mañana, mientras el cuerpo de la prisionera se desplomaba a los pies del oficial. |