El azar
Ya había tropezado varias veces antes de llegar al coche. Por un momento olvidó donde lo había aparcado. Tuvo que apretar repetidas veces el botón de las llaves, mientras su mirada turbia buscaba el parpadeo de las luces y sus oídos sustituían la atronadora música del garito por un continuo pitido. ¡Ahí estaba!, recordó entonces como lo había aparcado; la broma que habían hecho sus amigos al bajar y a aquellas dos chicas esquivarlos al verlos cerrar la puerta entre gritos y carcajadas. En aquel momento aún estaban amparados por la mediana oscuridad que las luces de la calle permiten en la noche madrileña. Sin embargo ahora todo era claridad, una claridad que contrastaba demasiado con la negrura del local. Allí aún se seguía bailando bajo la machacona música que tanto le gustaba, mientras en la calle flotaba un silencio irreal, roto por los cantos de algunos pájaros. No había nadie alrededor, observó durante unos minutos… ¡nadie! Arrancó con ganas de llegar a casa, sostenido aún por la artificial alegría de lo consumido. A través del parabrisas veía pasar las copas de los arboles de la Castellana, intercalados con las farolas, su cadencia coincidía con la aparición de los puentes que cruzaban la Avenida. Aquel visual ritmo móvil, estaba perfectamente coordinado con la música, que a todo volumen seguía escuchando. Ahora ya sí empezó a ver vida a su alrededor, algún paseante de perros con la bolsa verde en ristre, deportistas equipados con vivos colores, y coches, por fin algunos coches a su alrededor de gente que no parecía disfrutar como él del fin de fiesta. En uno de ellos vio una a chica de su edad, un poco más joven quizás, no estaba mal. En el primer semáforo en rojo en el que se detuvieron juntos, rueda con rueda, clavó su mirada en ella. –Si no dejo de mirarla se girará- los segundos transcurrían y la chica no apartaba la vista del frente, mientras sus labios cantaban una canción. – Un poco más y lo hará-. Y lo hizo. Por incomodidad o costumbre giró su cabeza y lo observó. Al principio seria, muy seria, pero cuando él comenzó a mover su cabeza al ritmo de su música, no pudo evitar una sonrisa contenida, poco perceptible para alguien que no hubiese estado escudriñando su rostro. Pero no para él, que pensó en seguirla y pedirle el número de teléfono y ¿quién sabe? quizás que le acompañase a casa. Pero el coche de la sonriente desapareció en un parking. Él se detuvo a pocos metros de la entrada, dudando si seguirla. Transcurrieron unos minutos mientras buscaba un tema que le decidiese, o que la hiciese aparecer por la puerta de la salida peatonal del aparcamiento. Pero no apareció. Continuó la marcha, imaginando como la habría abordado, recreándose en los acelerones que entre semáforo verde y semáforo rojo se podía permitir. Logrando atravesar algunos en el segundo exacto en que dejaban de ser ámbar y otros cuando ya hacía tiempo no lo eran. Vio una cafetería abierta donde servían unos fantásticos bocadillos. Si tomaba a la derecha en prohibida, se ahorraría una vuelta. Estaba girando el volante cuando a unos pocos metros, por su retrovisor vio la carcasa azulada de un coche de policía. -¡Por qué poco!- se gritó a si mismo sonriente. Siguió recto y permaneció muy serio mientras mantenía la mirada al frente, deteniéndose junto a los municipales. El tiempo no transcurría y se sintió como cuando era un niño y se veía asaltado por un ataque de risa que no podía contener. En clase, en un funeral, en cualquier acto que hubiese que mantener la seriedad… pero ahora no podía, iba a explotar… y cuando lo hizo, ya no había nadie a su lado. Metió primera, giró con rapidez y tomando la rotonda a gran velocidad, entró en aquel bulevar escuchando el sonido de su motor revolucionado mientras buscaba el mechero que había dejado junto al móvil. El golpe fue brutal, ni supo de donde venía. El cristal había estallado y el airbag no había funcionado. Sintió la conmoción en su cara y su rostro lleno de sangre. No entendía nada. Entre la bruma de la confusión observó el morro de su coche deformado, como si hubiese sido mordido por una bestia gigante. Lo más desconcertante fue escuchar, de nuevo, sólo el sonido de los pájaros. Los únicos testigos de aquello. No había gritos ni las alarmas que se producen cuando hay un accidente. Era un silencio incomprensible. Intentó salir del coche, pero no podía, las piernas y el pecho le dolían mucho y no se atrevía a tocarse la cara. El retrovisor había desaparecido y a través del parabrisas ya inexistente sólo veía una columna de humo que parecía tratar de tapar las manchas rojas que se veían sobre el capó. Se quedó helado cuando colgó el teléfono. Miró a su mujer y a su hija y sólo pudo murmurar:
- Han atropellado a Miguel…. lo acaban de atropellar. La voz que le indicó a que hospital lo llevaban no quiso entrar en detalles, ni decirle la gravedad de sus heridas. En el móvil de la víctima aparecía como la persona a la que había que llamar; y eso había hecho. Nadie le daba respuestas. Estaba en quirófano, y aún no había ninguna información. Había llegado muy grave, consciente pero muy grave. Pero no podían decirle nada más, no podían informar a alguien sin vínculos familiares… ¿Sin vínculos familiares? No, no los tenía, al menos en el sentido estricto de la palabra. Pero si había alguien a quien Miguel, podría considerar familia era a él mismo. Lo había conocido de niño en el barrio, y había sido él, el que había conseguido que el resto de los muchachos, al menos lo dejasen tranquilo. Su casa no debía ser agradable, o al menos eso deducía de los moratones con los que Miguel en ocasiones aparecía y los gritos que se escuchaban desde las escaleras. Al protegerle en la calle, lo fue conociendo y lo que vio no le atrajo, pero habiéndole ofrecido el refugio de su amistad no podía, siendo ya adolescentes, abandonarlo de nuevo. A su lado, logró encontrar normalidad, y con ella, con menos moratones tras el ingreso en prisión de su padre, empezó a verlo sonreír más habitualmente. Miguel seguía siendo un joven solitario pero los ordenadores parecieron darle algo de seguridad en sí mismo. Por medio de ellos logró entrar en el mundo de los adultos y romper las ataduras con la casa del alcohol y los gritos. En la frialdad de la sala de espera, observando las idas y venidas de los acompañantes de los enfermos que desaparecían tras el aviso de una metálica voz o siguiendo a un médico, sentía la triste soledad que ahora debía sentir Miguel, la que siempre le había acompañado. La incertidumbre era desesperante, y con el cambio de turno se había identificado como su hermano, para poder entrar a verlo cuando saliese de la operación. Pero no salió, no pudo. Hubiese sido un milagro, y para aquel hombre acostumbrado a sufrir no los había. Era doloroso también pensar que aquella sucesión de casualidades se hubiese producido por ir a su casa, para cuidar a su hija. Cambios de planes de última hora, indisposiciones, viajes y enfados de otros, habían provocado que la única persona a la que pudiesen recurrir de la noche a la mañana fuese Miguel. Y no se negó. Nunca lo hacía y menos si se trataba de la niña. Su debilidad. Y ahora estaba muerto. ¡Qué estúpida e implacable normalidad!, no tenía sentido que ya no estuviese. Le dolía que se hubiese ido de una manera tan desamparada, sin nadie a su alrededor, ni siquiera un curioso con buen fondo que le hubiese servido de apoyo en aquellos minutos tendido sobre el asfalto. Tampoco le consoló leer meses después, la ridícula condena de cárcel para ese desgraciado bebido y drogado que se lo había llevado por delante. ¿Cambiaba algo aquello?, lo vio en el juicio y el odio del primer instante se transformó en un blando desprecio al ver el gesto asustado y arrepentido del culpable. Daba igual, estaba muerto y eso nada podría cambiarlo. El impacto fue explosivo. Lo lanzó a una velocidad vertiginosa hacia el otro lado de la calle, para hacerlo rebotar varias veces contra el suelo y dejarlo reventado sin apenas aliento; sostenido en un dolor lacerante e ininterrumpido, que parecía colgar de unos delgados hilos. A ellos debía aferrarse para no caer. Se agarraba con fuerza a todos ellos y los notaba ir rompiéndose lentamente, uno a uno, chasquido a chasquido, y con cada chasquido de rotura sentía como su dolor iba menguando. Al igual que sus fuerzas.
Debía hacer frio, o así lo recordaba apenas un instante antes, cuando estaba a punto de cruzar aquel paso de cebra. Pero ahora no lo sentía, al menos de la misma manera que cuando soplaba sus dedos dentro del puño con el propio aliento. Los pájaros cantaban, habían callado unos segundos durante el impacto, pero transcurrido este, decidieron que no tenía sentido permanecer en silencio mientras una máquina humeaba y un guiñapo humano emitía débiles quejidos. Los hilos dejaron de romperse cuando lo subieron a la ambulancia, pero el dolor volvió con fuerza, con una novedosa fuerza en partes de su cuerpo que habían permanecido en silencio. Aquel nuevo sufrimiento lo devolvió a la realidad. Miró los gestos de preocupación en los rostros que pululaban sobre su cabeza. Lo miraban compasivos y preocupados, hablando cálidamente. ¡Le había tocado ya a él! En ocasiones al caminar por la calle y cruzarse con una ambulancia pensaba en el drama que se desarrollaba en su interior, en cómo en el momento en el que él esperaba para cruzar un semáforo, alguien luchaba por su vida en aquel mismo instante, en el histérico vehículo de ridículos colores. Y ahora era él esa persona. El dolor remitía y los hilos no se rompían, aquello le reconfortó. Pudo pensar en ella, por fin en ella, de nuevo en ella. Esta vez la posposición de su decisión no podía achacársela al miedo, a la moral, a la lealtad, a la razón, a la normalidad, al bien. Esta vez un accidente se había interpuesto y había logrado separarla de él un tiempo. No sabía cuánto. Pero volvería, si había conseguido superar las trabas de su decisión esta vez, podría volver a hacerlo. Sólo necesitaba recuperarse de aquel accidente, lograr levantarse… A su mente vinieron los padres de ella; su hermano y protector en la vida. Si él supiese lo que su mente imaginaba… nunca lo hubiese pensado. Imposible, ¿Cómo si no dejarla en sus manos?, pero no quería ver el rostro de su amigo y de su mujer, quería disfrutar de lo que estaba por llegar y en ningún lugar mejor que en su imaginación. Ahora podría disfrutar de sus pensamientos sin sentir miedo, ni remordimientos. Disfrutar como lo hacía cuando descargaba aquellas fotos prohibidas en la más oculta de las carpetas de su ordenador. Saborear de la satisfacción que todos aquellos deseos cumplidos en su imaginación le producían. Allí tumbado nadie podría descubrirlos. Ya no veía los rostros de la ambulancia, no veía nada, sólo escuchaba, un chasquido y luego otro, y otro más... y por fin el último. |