Rodrigo Aguado Tuduri
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El ascensor


El ascensor se detuvo entre dos pisos. O al menos eso parecían transmitir, los extraños símbolos que reflejaban la pantalla electrónica que estaba sobre la puerta y que, se suponía, explicaban  aquella parada. Una parada lenta, sin ruidos, ni estridencias que más parecía la de un vehículo sin combustible, lanzado por una cuesta, que se detiene al llegar al llano.

Las tres personas que lo ocupaban, dos hombres y una mujer, se miraron extrañados. Esperaron unos segundos suponiendo que el movimiento se reiniciaría, pero el ascensor permaneció quieto, silencioso, colgado.

Dejando su porta-folios en el suelo, el hombre de mediana edad se acercó al panel de mando y apretó la campana de alarma. Tras unos segundos de espera, una voz metálica, e inquietantemente  intranquila, informó que la avería se estaba comprobando y en breve se solucionaría la incidencia.

La mujer de poco más de treinta años, constató que no tenía cobertura, pero aún quedaba casi una hora para la entrevista de trabajo que le esperaba unas plantas más arriba. La primera, después de dos años de constantes negativas en los procesos de selección.

El incomodo silencio fue roto por unas cuantas quejas compartidas, que no iban más allá. No tenían necesidad de hablar, no querían hacerlo, pero aún así sus miradas se cruzaban constantemente separándose con un gesto de resignación, para después refugiarse en sus móviles, a la espera de una comunicación con el exterior que no se producía.

Ahora fue el hombre más joven, el que impaciente,  volvió a pulsar el botón de alarma. Pero no hubo respuesta. El tiempo transcurría y la temperatura del habitáculo comenzó a subir. Los tres se despojaron de las chaquetas, expectantes, iniciando conversaciones indignadas que duraban pocas frases.

Un golpe sobre el techo del ascensor los sacó de su falta de comunicación. Encima de ellos notaron pasos. Las miradas de los tres se dirigieron hacia arriba, buscando la trampilla por la que en las películas se resuelven todas las tramas que ocurren en los ascensores. Pero no existía. Voces ininteligibles gritaban en el hueco dando órdenes y contraordenes. Pero el ascensor ni subía ni bajaba.

El hombre del porta-folios se sentó en el suelo, buscando en el alivio de descansar sus piernas una salida a su desesperación. Sus compañeros lo imitaron y la postura los hizo acercarse un poco más. Hablaron del destino que los esperaba en aquel edificio; una reunión importante, la entrevista de trabajo y un posible despido para el más joven. Pero él no lo manifestó; escuchó lo que ella y el hombre de mediana edad contaban dando pocos detalles del motivo de su presencia en aquel asfixiante ascensor. Se desanudó la corbata y notó como su camisa se iba empapando de sudor; mucho menos que el del otro hombre y más que el de la mujer.

La voz del techo pareció despedirse de ellos con una última pisada y un ascenso por el hueco. Desde más arriba se escuchó lo que debía ser una orden a alguien. Entonces un ligero temblor en el habitáculo hizo levantarse a los encerrados, que levantaron sus miradas recogiendo sus cosas a la espera de que la subida se reiniciase. Fue más rápida de lo esperado y más anormal de lo que hubiese debido ser. El grito que sonó desde el hueco no tranquilizó a los ocupantes, que se apoyaron contra las paredes buscando una seguridad en esa velocidad tan inusual. Ninguno dijo nada, pero sus ojos reflejaban una intranquilidad que se convirtió en miedo cuando el ascensor se detuvo con violencia. La mujer gritó y todos soltaron lo que llevaban en las manos buscando algo a lo que asirse. Fueron unos segundos, pocos en la esfera de un reloj y eternos para la mujer y los dos hombres que se fueron acercando, buscando la protección que brindan los demás​.

Las luces se apagaron y llegó la caída. Ahora todos gritaron, la aceleración y el pánico los aplastó contra la pared, mientras una voz rezaba, otra blasfemaba y todas suplicaban.

La parada fue igual de brutal que el descenso; los rebotes de la suspensión del ascensor, aún colgante, tranquilizaron un poco el terror de los ocupantes, que esperaron que la luz les diese algún consuelo, pero ni este, ni aquella hicieron su aparición.

Se llamaron los unos a los otros y buscaron la proximidad. Pero solo las voces de los dos más jóvenes se escucharon en el habitáculo. La mujer extendió el brazo y una mano estrechó la suya para alivio de ambos.

Palparon el suelo buscando sus móviles y no los encontraron. Esperaron unos segundos buscando con sus preguntas al hombre de mediana edad, pero este no respondía. Se mantuvieron quietos y juntos. El hombre más joven fue a levantarse, pero bajo sus pies notó la debilidad del sostén del ascensor. No había en el piso del mismo, ninguna sensación de estabilidad. Su primer paso hizo temblar toda la caja y lentamente volvió a sentarse. La mujer alzó de nuevo la voz buscando al segundo hombre, pero nadie le respondió. Quiso gritar, pero la presión de la mano de su compañero la rogó que no quebrase aquel equilibrio, que incluso el sonido parecía podía romper.

El calor era asfixiante, ambos notaban sus ropas pegadas a sus cuerpos, como si hubiesen bañado vestidos. Susurrando buscaron al compañero perdido, pero seguía sin haber respuesta.

La mujer fue dejándose resbalar, desde su sentada posición a la tumbada, y de esa forma percibió con más claridad el ligero vaivén al que estaba sometido el ascensor; se balanceaba de un lado al otro del hueco sin llegar a tocar ninguna de las paredes, tuvo miedo de que pudiese impactar. Quizás un golpe, por ligero que fuese, rompería el cable que los sostenía. O al menos así lo percibía ella pegada el suelo. Abrió los brazos y sus manos buscaron respuestas; trataron de alcanzar al hombre desaparecido su bolso, o el móvil de cualquiera de ellos. Pero el arco que cubrían sus brazos no alcanzó nada. Debía avanzar un poco y su cuerpo sudoroso sobre la fría superficie del suelo se deslizó con cierta facilidad. Llegó a la puerta y pensó en levantarse para alcanzar el cuadro de mandos, pero cuando comenzaba a incorporarse, el movimiento del ascensor pareció acelerarse y lentamente volvió a la misma posición de resguardo.

El hombre joven, de acuerdo con lo que ella le susurraba se arrastró, igual de lento y asustado, en la otra dirección. Palpó el suelo buscando, no importaba qué, pero deseando encontrar algo que produjese un rayo de esperanza, o al menos algo de luz. Encontró su móvil, y al cogerlo, estuvo a punto de dejarlo caer por la humedad de sus manos. Lo asió con más seguridad mientras apretaba los botones en busca de la luz. La imagen de la chica tumbada y asustada le hizo sonreír de alegría por recuperar la sensación de ver a su alrededor. Como si llevase tiempo sin hacerlo, miró también sus manos. Por alguna extraña razón sintió la necesidad de contemplar alguna parte de su cuerpo. Quiso reconocer imágenes que le trajesen recuerdos de sí mismo, antes de estar allí encerrado, empapado por el calor, y arrastrándose por el temor.

Se giró lentamente a la búsqueda del otro ocupante. El haz de luz dejó atrás, sus manos, a la mujer bajo el cuadro de mandos y enfocó unos instantes el techo; desde donde ya no llegaban sonidos que prometían ayuda. El brillo de claridad descendió hacia donde había visto por última vez al hombre de mediana edad; no estaba. Buscó a su alrededor y en las otras esquinas y un sudor frio se unió al ya existente. ¡No podía ser!, llevó de nuevo la luz hasta la mujer como si fuese una pregunta y en su rostro vio la misma desconcertada respuesta.

Cada vez más rápidamente paseó la luz por todo el ascensor, buscando, respirando entrecortadamente, y cada vez más asustado al comprobar que el hombre de mediana edad había desaparecido.

El desconcierto los hizo aproximarse más, buscando en la cercanía de sus cuerpos una respuesta a las innumerables preguntas que aquella situación provocaba. El hombre intentó tranquilizarla, escuchando a la vez sus propias palabras y buscando en ellas un alivio que no encontraba. Aquello no tenía sentido. La luz del móvil iba perdiendo potencia, pero aún tenía suficiente intensidad para hacerles localizar el de la mujer. Ella se arrastró y logró alcanzarlo. Pero fue inútil, estaba roto. Parecía que todo el peso del propio ascensor lo hubiese aplastado. Maldijo en voz alta, añadiendo a aquella situación una queja más sobre la sucesión de hechos desafortunados de los últimos tiempos.

Calibrando la poca luz que les quedaba, el hombre se acercó de nuevo al cuadro de mandos y lentamente se alzó lo suficiente para pulsar de nuevo la llamada de auxilio; no le importó la sensación de balanceo que el ascensor pareció reiniciar ante su ascendente movimiento. Aguantó unos segundos quieto en cuclillas rogando que alguien le contestase, pero no hubo respuesta.

El tiempo transcurría sin que ninguna novedad rompiese aquel asfixiante calor envuelto en oscuridad. En contadas ocasiones encendían el móvil buscando un incremento en las líneas de cobertura, o la aparición de un nuevo icono que les transmitiese que el exterior estaba en contacto con ellos, pero la moribunda pantalla no decía nada nuevo.

Hastiados de su propia angustia, roncos de gritar pidiendo auxilio y desconcertados por la desaparición de su compañero, sus cabezas exigieron un descanso ante aquella situación sin sentido y retomaron la conversación que en sus mentes se había iniciado hacía una eternidad. Contemplaron la posibilidad de que se diese la paradoja de que una estuviese ante su gran oportunidad profesional, mientras el otro perdía la suya. Bromearon ante la coincidencia de que fuese ella la que le sustituyese en su puesto, y al reír, al volver a escuchar sus propias risas, fueron de nuevo conscientes de lo absurdo de la situación. No tenían que estar ahí, nadie debería estar colgado, olvidado o abandonado. Y el silencio volvió a adueñarse del habitáculo.

Mucho tiempo después, si es que en una situación como esa, el transcurso del mismo pudiese cuantificarse, notaron una vibración en el suelo del ascensor. No, no era en el suelo. Se iba extendiendo por toda la caja sin que pudiesen explicarse como algo que parecía proceder del exterior se había introducido en el interior y los invitaba a levantarse y a acercarse a la puerta. Una puerta que iba mostrando en sus junturas líneas de claridad y que, de pronto, muy lentamente, comenzó a abrirse.

Se levantaron sin sentir ya calor. Ambos giraron la cabeza evitando el chorro de luz que inundó el ascensor, pero aquella cegadora sensación, apenas duró, ni siquiera unos instantes. Y al enfrentarse a aquella salida envuelta en claridad, vieron a personas queridas que avanzaban hacia ellos con los brazos abiertos. ¿Cómo podían estar aquellos allí?
 

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- ¿Qué ha pasado?- Preguntó el último en llegar al círculo de curiosos que rodeaban el edificio.
- Un ascensor, que se ha caído. Se han matado dos y otro está muy grave. - Contestó el más cercano.
- ¡Que horror!


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