Rodrigo Aguado Tuduri
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Dos extraños


Abrió los ojos y dejó que su mente le situase en el lugar donde estaba. Antes de que su mirada se recuperase de la niebla del descanso;  antes incluso de que pudiese recordar la noche pasada; el olor de su perfume le reveló la realidad. Estiró la pierna y notó la de ella a su lado. Sintió el calor de su cuerpo junto a él, y, ahora sí,  con la mirada clara, observó la curva de su cadera. Ya no era tan voluminosa como antaño, pero seguía pareciéndole única. Cerró los ojos y aproximándose más a ella aspiró de nuevo aquel aroma que tanto le excitaba; toda ella lo hacía, siempre lo hacía.

Observó la habitación con las ropas de ambos desordenadas por el suelo. Ahora sí, recordó la noche anterior. Seguía asombrándole el erotismo que desprendía aquella mujer, casi veinte años mayor que él, y que aún conseguía excitarlo como a un adolescente.

La escuchó murmurar entre sueños y abrazó su cuerpo envuelto en la seda del camisón. Quiso observarla y levantó la sabana. Sus ojos la recorrieron con aquella insinuante prenda rejuvenecedora, más aún que todos los bisturís que se habían abierto paso entre su carne.

Bajo el agua de la ducha repasó las reuniones que tendría aquel día. Ninguna le llevaría demasiado tiempo, podría escaparse a la hora de comer. Los negocios iban demasiado bien para que pudiesen resentirse por aquellas horas que les robaba y que hacía solo en ocasiones.

Hasta en los tiempos su peculiar relación era excitante, porque no había algo continuado en sus encuentros a lo que aferrarse. Y quizás también por eso, por la sensación de fugacidad, cada momento era tan intenso. A veces se preguntaba qué acabaría con todo, cuál sería el motivo que pusiese fin a su relación, pero en seguida expulsaba de su cabeza ese pensamiento. Aquella historia duraría el tiempo que fuese, no se fijaría en el calendario. Cuando tuviese que terminar lo haría, pero rezaba para que no fuese muy pronto. Y para ello debía lograr que siguiese sonriendo cuando lo hacía ante los planes que la proponía, o cuando su boca descendía más allá de su cintura.

Sus amigos no comprendían aquella relación, algunos conocidos sospechaban de algún interés oculto, codicioso y su ex mujer lo miró con desprecio y resentimiento cuando lo supo. Nadie entendía como un hombre, aún joven, podía estar con una mujer de esa edad. Y las miradas en los restaurantes se lo decían sin ningún tipo de rubor, pero no le importaba. Los ignoraba, y aquello sí era una sorpresa para él, porque toda su vida había sido un esclavo de la corrección, nada ni nadie, podía estar fuera de lugar. Y  sin embargo, ahora saboreaba cada mirada a escondidas o cada comentario susurrado, que recibían al sentarse a una mesa y se nutría de ellos para gozar, aún más, de la compañía de aquella mujer.

Entrando en su despacho, confirmó las reservas del próximo fin de semana. Las respuestas que escuchó lo llenaron de satisfacción. Había tardado tiempo en conseguirlo, pero sabía que ella estallaría de alegría cuando supiese que podría cumplir su enésimo capricho. Entonces, riendo, se taparía la boca con las manos,  y sus enormes ojos de tigresa se abrirían más allá de lo normal, con una sorpresa que parecería primeriza aún a pesar de su edad.

Aquel nuevo éxito logrado produciría una satisfacción en él, que le llenaría de orgullo. Verla sin palabras, pegando su cuerpo al suyo o estrechándole la mano bajo la mesa nerviosa como una niña era algo que no podía explicar a nadie y que tampoco haría. Su interior conocía el motivo y con cada día que pasaban juntos la satisfacción de lograrlo se hacía mayor. ¿A quien le importaba lo que pensasen los demás?, cada día junto a ella era una victoria en su vida, él lo sabía.

Se observó en el espejo detenidamente; buscó manchas, arrugas, flacidez en su piel…cualquier nueva huella del paso del tiempo que no hubiese descubierto la mañana anterior. Abrió los ojos, simuló una sonrisa y estiró con sus manos su rostro, intentando lograr la imagen en el espejo que buscaba. Las cremas fueron recorriendo su cuerpo en el orden establecido; siguiendo aquel ritual que hacía maquinalmente cada mañana. Todas las partes de su cuerpo fueron tratadas con los mismos movimientos y las mismas cantidades; dejando impreso en su piel aquel aroma que era el prologo de su desayuno y el epílogo de la ducha. Al terminar, volvió a mirarse y el reflejo le produjo una contenida satisfacción, aún seguía ahí. Quedaba poco para que desapareciese, muy poco, los tiempos en los que aquella hermosura parecía eterna habían terminado y en cualquier instante sabía que podría producirse el derrumbe, formarse el puzle con el que un cristal anuncia que se quiebra. Pero no sería esa mañana; aún podría salir a la calle y percibir la admiración en todos los hombres de su edad, vería el deseo en algunos a los que sacaba muchos años y la erótica curiosidad en pocos jóvenes.

Atravesó el pasillo haciendo volar la cola de su bata. Aún así vestida, era elegante y lo sabía. Desayunando observó las fotos de sus tres maridos; la de los últimos ocultas por la del primero. Aquel al que siempre consideró el amor de su vida. El que había llegado cuando la inocencia lo presidía todo y  que había perdido a los pocos años de casarse. Demasiado pronto. A menudo buscaba en sus recuerdos la realidad de lo vivido, para valorarlo todo en su justa medida y poner en la balanza tanto la inmensidad de lo bueno como lo malo, todo aquello que en el dolor de la perdida había olvidado y que debería haber existido. Pero nunca encontró nada, su matrimonio acabó antes de terminarse el cuento de hadas que suele ser la primera convivencia de algunos recién casados. Alguna absurda pelea, un pueril arrebato de celos y poco más, nada más. ¿Cómo no recordarlo con nostalgia?

Se vistió y tras hacer los pocos quehaceres que le llevaba la mañana se dirigió al club; a la comida semanal con aquel peculiar grupo de amigas. Mujeres radicales, beatas o sencillas, pero todas distintas y divertidas por igual. A ninguna de ellas les confesaría su actual relación; las que la animarían, la hastiarían con su activismo reivindicativo y las que la censurarían le harían sacar lo peor de sí misma, como siempre le ocurría cuando alguien invadía su intimidad. Por eso callaría, porque no quería perderlas, no quería dejar de vivir aquellas reuniones en las que se hablaba de todo y de nada, en aquel noble y elegante edificio, atendidas como ella quería y necesitaba ser atendida.

Mantener aquel capricho era costoso, pero no le importaba, con la soberbia casa en el mejor barrio de la ciudad, era lo único que le quedaba de su último matrimonio. No había nada más, una exigua pensión que apenas cubría sus otros gastos, le permitía mantenerse en su impostura de mujer adinerada. Las ropas y las joyas acumuladas durante tantos años, bien combinadas y oportunamente modificadas por su vieja doncella le hacían parecer mantener aquella despilfarradora costumbre, de avanzar por la calle con alguien a su espalda cargado de paquetes. Pero hacía mucho que aquello no sucedía y aunque sus conocidos aseguraban seguir viéndola atravesar las calles de las tiendas más caras de la ciudad, hacia ya mucho tiempo que no sucedía como ellos imaginaban. Miraba los escaparates, y a menudo entraba, pero ya nunca compraba, no podía hacerlo.

Y ahora había aparecido él, con la fuerza de la mitad de la vida, el poder del dinero, y se había dejado caer en sus brazos. Pero no se arrepentía, había tenido la necesidad de hacerlo y lo había hecho. Y como él, sentía que a nadie le importaba el motivo de su decisión, porque ella después de pensarlo detenidamente sabía cuál era.

La observó salir del portal; segura, sonriente, elegante…arrolladora, y no pudo apartar la mirada. En esos instantes que recordaba algunas bromas de sus amigos menos discretos, volvía a saborear lo que sus ojos le brindaban y entendía porque nunca le molestaban aquellos absurdos comentarios. Ellos no podían ver, hubiesen podido mirar, pero no ver.

Su padre había trabajado muchos años atrás de portero en una casa como esa. En uno de aquellos edificios que aún disponían de elementos para los que hoy en día no había utilidad. Se recordaba a si mismo jugando en la entrada de carruajes, o en la escalera de servicio. Conocía cada recoveco del inmueble, cada crujido de la madera; incluso podía adivinar el piso del que bajaba el ascensor por el tiempo que tardaba en sonar el primer chirrido de sus poleas. Se sabía también los horarios en los que los vecinos salían a la calle, y los aprovechaba. Cuando las niñas del tercero bajaban el domingo todas empingorotadas hacia la iglesia, se apostaba en la garita de su padre y miraba. Ellas retorcían sus ojos juguetonas buscándolo tras el cristal, mientras los mayores sonreían ante el inocente escarceo de los pequeños. Las veía marcharse saltando y gritando sabiendo que ellas eran la mejor excusa para ocultar su secreto. El que nadie imaginaba en un chico de su edad y que llegaría apenas unos minutos después, cuando la joven mujer del doctor descendiese en dirección al club. Dejando a su espalda una estela de perfume que él aspiraba con fruición. Pero la jubilación de su padre lo alejó de ella, y mientras el tiempo pasaba, tuvo siempre un hueco en su mente para aquel deseo insaciable de la niñez.

Años después la volvió a ver en el restaurante en el que trabajaba para pagarse sus estudios. Menos joven y más mujer pero igual de formidable. Mientras servía su copa de vino volvió a saborear aquel perfume; y el deseo se transformó en obsesión y cuando los meses transcurrieron y las visitas se hicieron asiduas, la obsesión en juramento. Y juramentado la esperaba cada semana, imaginando e ideando en su mente escenas que le hicieran poder llegar a ella. Pero al principio le faltó el valor y más tarde la oportunidad, cuando ella volvió a desaparecer.

La vida comenzó a sonreírle, al menos en las facetas en las que más se involucró y el éxito profesional le encumbró. Y fue allí, en una de esas reuniones donde se celebraba el triunfo, en una de aquellas casas a las que ahora accedía por el ascensor principal, cuando la volvió a encontrar.

Ya no era la preciosa recién casada a la que observaba desde la garita de su padre, ni la esplendida mujer a la que servía vino. Pero él tampoco era ya un niño, ni un hombre invisible. Ahora estaban en el mismo mundo y al dirigirse a ella, la sonrisa que recibió le pareció el preludio del cumplimiento de su juramento.

Era viuda, y aunque sus primeros intentos fueron recibidos con el mismo agrado que indiferencia, su empuje acabó dando sus frutos. Y cuando los recogió, supo que la espera había merecido la pena. Pensó que habiendo logrado saciar su obsesión todo pasaría rápido, pero no fue así. El tiempo transcurrió y sentía que con cada encuentro se sentía más atrapado. Se veía entonces bajando con ella, en el ascensor de aquella señorial vivienda y la estrechaba contra sí, hasta que sonaban los primeros chirridos de las poleas; la observaba sonreírle mientras un joven les servía vino en un restaurante similar a aquel donde había trabajado y disfrutaba por todos ellos; por el niño, por el camarero, y por él mismo. Y sentía que la vida le pagaba una deuda que no le debía, ni que tampoco hubiese exigido, pero que cobraba sin dudarlo.

Abrió la puerta del coche y su perfume lo invadió. El gesto serio de la mujer tardó poco en cambiar por una sonrisa. El tiempo de escuchar el plan; aquel plan preparado única y exclusivamente para ella.

Subió al coche, elevando en su interior una queja por la falta de estilo. No había sido capaz, no ya de abrir su puerta, sino de bajar del coche para esperarla. Torció el gesto intentando reprocharle su mala educación, pero ni siquiera pudo mantenerlo unos segundos. Bastó un comentario acompañado de aquella divertida mueca para hacerla reír, no lo puedo evitar.

En cuanto supo a donde se dirigían estalló de emoción, sabía lo complicado que había debido ser conseguirlo. Nadie quería quedarse fuera; así que los afortunados que habían logrado el acceso, podían presumir entre sus conocidos del hecho de estar allí. Le encantaban esas banalidades, esos pequeños lujos, que representaban la exclusividad y que la alejaban de un mundo que se vulgarizaba por momentos. Con él había logrado retomar una vida antigua de goces excesivos, de caprichos desorbitados, que al relatar a sus amigas del club los hacía propios, evitando así mencionarlo y dando muestras de una posición que no tenía.

No era esa riqueza compartida lo que le atraía de él; indudablemente hacia todo más fácil. Pero valoraba el dinero en la medida que conseguía mantenerla lejos de la ordinariez y la chabacanería. Logrado esto, el resto no tenía demasiada importancia. Había pocas cosas materiales y lugares que, hoy en día, pudiesen sorprenderla. La vida le había dado demasiadas experiencias como para que un coche o una lejana playa despertasen su ilusión. Sin embargo, cuando se sentaban ante un determinado espectáculo o se veía en una reunión, en que se guardaban las formas del tratamiento y de la etiqueta; cuando la diversión se producía por una mezcla de talento e inteligencia, entonces sí, se sentía feliz y deslumbrada.

Sí la más deslenguada de sus amigas hubiese sabido de su relación, hubiese achacado el éxito de la misma a las aptitudes y a las actitudes sexuales de su nuevo amigo. Sin ninguna duda, aquello había sido también un redescubrimiento de algo sobre lo que pensaba quedaban pocos capítulos más en su vida. Y sin embargo, aquel hombre la había vuelto hacerse sentir como una adolescente gracias a algunas de las cosas que le había mostrado y a las que se había entregado sin el menor pudor. En ese aspecto él había sido un maestro y a ella no le había importado comportarse como su alumna.

Además se entendían bien. Se divertían mucho, las conversaciones eran largas y entregadas, y las horas juntos pasaban como si fuesen minutos…

… y aquella paradoja era, sin duda, su gran tortura. Porque en aquella relación el tiempo era más enemigo de ella que de él. Y cuando al llegar la noche, en la soledad de su cuarto no podía dormir, cuando recurría a la química para dejar atrás sus fantasmas. En aquellos minutos que sobrevolaban los pensamientos oscuros, observaba como desaparecía en la mirada de él, el deseo y la admiración. O lo que era peor,  como sus ojos cambiaban de registro y empezaban a verla con el prisma de la edad. Había tantos años de diferencia que aquello debería acabar produciéndose…era un hecho. Y ya no podría luchar contra ello…habría un momento en que ya no habría ropas, cremas, inyecciones u operaciones que pudiesen ocultar la delgadez de sus piernas o sus manos plagadas de manchas parduzcas…

Pero la química siempre acababa imponiéndose, antes o después conseguía alejarla de aquellos pensamientos y la dejaba descansar.

Bajó del coche y cuando lo vio mirarla ofreciéndole su brazo, pensó que en aquella noche aún no había llegado el terrible momento, y que esos minutos, esos precisos instantes eran lo único que le importaban. Enhebró su mano en el espacio ofrecido y muy juntos atravesaron sonrientes la puerta que un portero les abría.
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