Rodrigo Aguado Tuduri
  • Inicio
  • Blog
  • Relatos
  • Fotos y vídeos
    • El tesoro del mendigo
    • Los amores obligados
    • LITERANIA 2017
    • Entrevista Canal Enfermero
Amaneciendo


La luz de la mañana la saludó al abrir el portal. Aunque quizás fuese demasiado generoso llamar luz, a esa atmósfera mestiza de noche y día que había en la calle a la temprana hora que salía de su casa.

Tenía frio, la ducha caliente había abandonado demasiado pronto la sensación de abrigo que produce y en ese momento, en la calle, camino del Metro, rodeada de un viento que volvía a despertarla, soportaba ese aire desangelado que corría a su alrededor y que levantaba a su paso las hojas de los árboles y los restos ligeros de basura que habían quedado junto a los contenedores. Dejó de respirar los segundos que pasó junto a ellos, y saliendo a la gran avenida en la que desembocaba su calle, sintió, por fin, las fuerzas que surgen cuando empieza un nuevo día.

Con la nueva sensación y observando su alrededor pudo dejar atrás el persistente recuerdo. Aún no había mucho tráfico, y tardaría unos minutos en llegar a la entrada del Metro. Pero ahora el horizonte no se veía limitado por edificios, se intuía el rojizo amanecer y con él la vitalidad que trae la luz del sol expulsando la oscuridad y el frio de la noche.

De nuevo, las imágenes volvieron a su memoria, abrió más los ojos, en un vano intento de apartarlas de su cabeza. Estaban ahí y parecían gritar sin que ella pudiese hacer nada por dejar de oírlas. Pero eso no era lo peor, sabía que lo pasado no lo es nunca, porque ya ha ocurrido, y por tanto podía dejarlo atrás. Lo peor estaba por llegar y ahí residía el problema.

Según fue bajando los escalones, fue añorando cada gota de aire frio que había sufrido caminando. El calor era denso, inmóvil, artificial y constante. Cedió el paso y se lo cedieron, solo las pocas sonrisas que aún existen a esas horas en los últimos rebeldes que luchan por la urbanidad. Como el peso del recuerdo, se fue hundiendo en la profundidad de la ciudad, parada en aquella escalera mecánica. Rodeada por aquellos que como ella; miraban su teléfono móvil, leían un libro, el periódico, escuchaban música o simplemente tenían sus ojos perdidos en una mirada que observándolo todo, no veía nada.

Encajonada entre la puerta que no se abriría y la espalda de un hombre que le sacaba dos cabezas pensó en cómo lo afrontaría. No tenía respuestas, y no podía hacerse las preguntas, porque cualquier intento de llevarlo a cabo la llevaba de nuevo al pasado. Al momento al que no quería volver.

Con débil voz, fue anunciando al gigante que en la siguiente parada se bajaría. La mole se volvió hacia ella y le mostró la sonrisa de uno de los rebeldes, aquello la reconfortó. Sentir aquel estéril apoyo a su ánimo la hizo fortalecerse un poco y sostuvo la mirada de la montaña, para llevarse aquella fugaz imagen durante el tiempo que volviese a emerger a la superficie.

Allí ya reinaba la luz. La noche había huido, y el frio que recordaba antes de desaparecer bajo tierra, era ahora un refrescante apoyo que añadir al que había recibido por parte del rebelde.

En el moderno ascensor vio algunas caras conocidas, las sintió como la perfecta introducción de lo que estaba por llegar. Apenas hacia días, horas incluso, en las que sentía, aquellos rostros, como algo propio, reconfortante y sin embargo ahora solo la anunciaban que llegaba, que estaba ahí, a unos segundos de que el luminoso del ascensor le informase que había llegado a su planta. Donde ya no habría opción a retrasarlo más, donde se produciría.

Se despidió con un murmullo de su último refugio, mientras la campanilla y la voz metálica sonaban como el golpe del martillo del juez que dicta sentencia.

Se volcó en la silla de su mesa, buscando un último refugio. Encendió el ordenador, y bajó del estante que había a su espalda los informes en los que había estado trabajando el día anterior. Observó las anotaciones que le había hecho y la nota amarilla con un dibujo que pretendía ser gracioso.

Escuchó la voz de su compañera y alzó los ojos esperando encontrar en su llegada un apoyo. La vio acercarse y se sintió mejor, al menos no estaría sola cuando él apareciese. Hubiese querido ponerla al corriente, pero sabía que no le daría tiempo. Su jefe siempre era puntual y no quería que las descubriese en mitad de la conversación. Su compañera notó su rareza y preguntó, pero ella no quiso decir nada, no todavía.

Él entró como siempre hacía; observando como si los demás estuviesen pendientes de él; como si la vida de todos girase en torno a la suya propia y el mundo dependiese de cada uno de sus gestos. Su colonia, aquel perfume tan empalagoso e invasivo llegó apenas unos segundos detrás. Lo vio quitarse la chaqueta y retocarse el pelo al tiempo que lanzaba una estudiada sonrisa al tendido. Salvo ella nadie le observaba, pero no le importó. Se apretó el nudo de la corbata y los músculos del brazo se marcaron en la apretada camisa de una marca tan cara y de tan mal gusto.

En ese preciso instante, ella sintió como todo volvía a su cabeza y lo vio entrar en aquel cuarto.  Rememoró como su sorpresa se convertía en deseo y escuchó de nuevo todas aquellas bromas de doble sentido con las que creía derretir a todas las chicas de la empresa. En aquella ocasión tampoco las encontró graciosas, pero no pudo dejar de admirar aquel cuerpo esculpido a base de horas de gimnasio y dieta espartana. Siempre había afirmado categórica que aquel hombre era el último con el que se acostaría, y aún se preguntaba cómo había sido capaz de llegar a ese punto. Pero lo cierto es que no quiso resistirse. Le dejó hacer y lo que para ella era aún peor, disfrutó con cada segundo que lo tuvo entre sus brazos y sus piernas, escuchando sus jadeos y aspirando aquella colonia pegajosa que solo él utilizaba y cuyo nombre guardaba como el más preciado de sus secretos.

La llamó por la línea interna y se levantó resignada, mientras su mente traía una y otra vez las escenas y su rostro intentaba contraerse para no reaccionar ante su aroma, su risa blanqueada y aquellas ropas que parecían emitir un quejido con cada movimiento de su cuerpo.

Él no pareció darse cuenta de su estado. Bromeó al tiempo que recolocaba su estudiado peinado y le pidió las conclusiones de los informes solicitados. Al verlo agachar la cabeza sobre los papeles, respiró aliviada, si su rostro no la había delatado en ese momento, estaba casi superado.

Levantó la cabeza y volvió a sonreírla de la misma manera que lo hizo cuando sudoroso se había levantado de la cama. Pero ahora ella ya no se sentía vulnerable y saciada, ya no suplicaría más con la mirada. Ahora podía escapar de aquella nube de perfume y volver a su puesto mientras sentía con cada paso que daba hacia su mesa, como la vergüenza interior por el encuentro desaparecía rápidamente. Los recuerdos seguían presentes pero ya no tenía temor a que sus ojos delatasen lo que su interior sentía.

Decidió que tampoco contaría aquel sueño erótico a su amiga. Podría asumir sus burlas, pero la conocía demasiado para saber que no sabría mantener el secreto. Y que él llegase a enterarse que soñando la había hecho ver las estrellas en la cama, podían convertir a aquel sucedáneo apretado y oloroso de Casanova en un castigo innecesario.

Abriendo su correo electrónico, se burló de su propia reacción y riendo para sus adentros sintió como las imágenes se iban diluyendo en su cabeza mientras su mente reconocía que, vergüenzas aparte, el tipo había estado a la altura. Lo recordaría la próxima vez que se burlase de él con su compañera: aquel onírico orgasmo merecía algo de consideración.
​​
Ver más relatos

Contacto:

Imagen
Imagen