Rodrigo Aguado Tuduri
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Abandono


Ella jamás lo hubiese permitido. Alguien ajeno sería el responsable. No podía comprenderlo. Aquella oscuridad me cegaba y necesitaba una luz que me aclarase por qué. Nunca podré olvidar el día que la conocí. La ilusión de sus ojos cuando nos encontramos. Ninguno lo reconocería nunca, pero lo cierto es que en aquel preciso momento, por un breve pero eterno instante, supimos que el universo se había detenido para contemplar nuestro encuentro.

Salimos de allí con la necesidad de no separarnos jamás. Durante unos días, ella me guardó como su más preciado tesoro, apenas me dejaba mostrarme. Parecía utilizarme para su propia satisfacción, sin querer compartirme con nada ni con nadie.

Durante ese tiempo nada me importaba, sólo necesitaba ver la manera en la que me miraba para saber que había nacido para ese momento. Un momento que parecía repetirse en el tiempo y que lograba siempre llevarme a la mejor de las felicidades. A la felicidad indescriptible.

Cualquiera hubiese necesitado un paso más, pero yo sabía que ella lo daría por los dos. Sólo necesitaba tiempo y yo estaba allí para darle todo el que precisase.

Por fin, un día abrió la puerta y vi en su mirada que había llegado. Sus ojos me mostraron el camino y nuestro abrazo se prolongo más allá del espacio. Juntos atravesamos calles, plazas y envueltos en su embriagador perfume aparecimos en aquel acontecimiento absorbiendo cualquier luz, apagando cualquier presencia, siendo todo.

Cuando volvimos a nuestra soledad se separó de mí y me miró. En sus ojos pude ver su satisfacción, que era la mía.

Entonces comprendí el por qué de las esperas, el por qué de tanto encuentro privado. Sin que yo lo supiese me había reservado para aquel instante. Yo no lo había comprendido y no me había importado. Pero ahora que lo sabía, mi plenitud era mayúscula, porque vislumbré que jamás me había olvidado, que había esperado tanto para reservarme para ese momento y ese lugar y entonces volví a experimentar aquella felicidad. No la había decepcionado y eso suponía para mí el mayor de los éxitos.

A menudo los mejores instantes de la vida transcurren a toda velocidad, parece que lo que nos produce bienestar y alegría apenas dura un segundo, sin embargo, nosotros vencimos al tiempo y prolongamos nuestro primer encuentro más allá de lo posible.

Seguimos visitando lugares, acaparando sensaciones que nadie ni nada conseguían eclipsar, hasta que aquel necio se cruzo en nuestro camino. No era nadie que mereciese la pena. Su aparición fue tan insignificante que el daño que causó resulto más penoso. Porque cuando alguien especial se presenta y da con su brillo, sentido a sus errores, el dolor que produce parece más llevadero, parece más justificado. Es injusto, pero es cierto, hay gente que merece por sus talentos más comprensión, la alegría o la bondad son causas que pueden resultar eximentes para ciertos deterioros. Sin embargo en este caso no había nada en él que le hiciese acreedor del más mínimo perdón. Cuando se marchó, dejando tras de si los restos de su obra. Ella me miró apenada, me tomo entre sus brazos y con la mayor de las delicadezas trató de remediarlo.

Yo pensé que ya nada volvería a ser igual pero como si de música se tratase, escuché la voz de aquel bendito, que nos informaba de que aquello tenía remedio, que no había nada perdido y que todo podría recuperarse.

El tiempo entonces fue para mí la peor de las torturas, aquel al que yo creía haber vencido se presentó ante mí como un cruel vengador y acentuó mi espera en aquel mundo desconocido lejos de sus calidos brazos.

Pero también lo penoso tiene un fin. Ella volvió y su mirada me devolvió al mundo que no debería haber abandonado.

Ahora que la oscuridad me envuelve, empiezo a comprender que quizás fue en ese instante cuando todo empezó a cambiar. Aún no sé donde estoy, pero sé que aquello fue el principio del fin de lo perfecto. Porque entonces nuestra relación se estrecho más. Yo quise ver que aquel mal había hecho más fuerte lo nuestro, pero no era así. La realidad era que la magia, lenta pero inexorablemente se iba diluyendo, minuto a minuto, día a día, acontecimiento a acontecimiento.

No es fácil explicar como estando tan unidos las sensaciones eran tan distintas. Pero lo cierto es que así era. El mimo que antes presidía el principio de cada una de nuestras salidas había desaparecido. Para colmo, empecé a visitar lugares que ni siquiera había imaginado, su cuidado había desaparecido y con él llegaron nuevos males. Males que  a sus ojos ya no eran tan terribles, que no le producían el dolor del primero. Me dirigía entonces una mirada alejada que yo trataba de dulcificar de mil maneras pero ella ya no me veía.

Las nuevas formas nos separaron. Yo seguí allí, pero tantas veces pasaba a mi lado sin inmutarse, que apenas podía atraerla y otros ocuparon mi lugar. Estaban a mi lado, pero yo ya estaba lejos de ella.

La oscuridad me permite recordar todo con mayor claridad. Es paradójico que la luz me haya llegado cuando menos veo. Porque ahora puedo recordar el desconsuelo que percibí el día que yo llegue. Ahora puedo sentir lo que aquellos sintieron.

El diccionario dice que el abandono es “desamparo, descuido”. No es cierto. El abandono es mucho más, es dolor. Un dolor que empieza por una terrible incomprensión. Que produce infinidad de preguntas, ¿acaso ya no soy el mismo?, ¿qué he hecho mal? Y no hay respuestas.

Recuerdo que entonces me negué a asumirlo. Inventé excusas inverosímiles, que la justificaban, pero tampoco me consolaban. Porque ahora lo entiendo todo. En este silencio he podido escuchar a los demás y su historia es la mía. Las miradas de ella fueron las mismas para otras camisas, otras faldas y otros chaquetones como yo. Ahora sólo nos queda la esperanza de que la moda, algún día, nos devuelva al lugar que ocupamos y que podamos volver a ver aquella mirada reservada para un momento y un tiempo. Pero sé que aquello no volverá.


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